La primera noticia que tuvimos de los presos, durante mucho tiempo, fue la fotografía que ha dado la vuelta al mundo, antes del anuncio de la huelga de hambre. Estupefacto, como tantas otras personas, con lo que estaba viendo escribí este tuit: “De què collons riuen els presos polítics de la foto? Ens hem tornat tots ximples?”. Naturalmente, se produjo un alud de reacciones en contra, una catarata de tuits a favor de la sonrisa que exhibían los represaliados del estado español, rellenos siempre de una cursilería insufrible, de una melaza sentimentaloide muy espesa, bien mezclada con todo tipo de insultos contundentes. Los cursis de nuestro país son así de contradictorios: primero defienden las sonrisas y el amor universal pero se enfadan fácilmente cuando discrepas. Hablan de libertad de expresión pero creen que el independentismo debe ser como una secta, donde sólo está bien vista la unanimidad. Reaccionan con notable mala leche cuando alguien los saca de su paraíso artificial de azúcar, cuando se les cuestiona la ilusión en la que viven, la ilusión de los sentimientos chupis a flor de piel, la fantasía de la buena gente y de los buenos corazones, las puestas de sol, la música de violines, los emoticonos y los besitos de la abuela. Reaccionan como los drogados sin su dosis. Da igual que estemos viviendo una feroz guerra mediática sin entrañas, da igual que la fotografía sea un grave error comunicativo para una eficaz internacionalización de la causa de los presos políticos, para denunciar la injusticia que sufren, hace más de un año. Da igual que muchos les estemos defendiendo a toda costa, en todo momento, y que nuestro trabajo sea obstaculizado por un error, por haber tomado la fotografía sin pensar demasiado.

La fotografía, que no tiene nada de personal ni de privada, no es una imagen en la que los figurantes tengan el derecho de hacer lo que quieran, sin más. Es la única fotografía reciente de nuestros representantes políticos, de los diputados electos del Parlament de Catalunya que representan, todos juntos, nuestra nación represaliada, perseguida y encadenada. Ellos son la imagen de la Catalunya oprimida y no hay razón alguna para sonreír, ningún motivo para estar contento, para estar bailando sardanas ni contando chistes. Al menos en esta foto. Del mismo modo que no sonreía ningún miembro del Govern de Lluís Companys en las diversas instantáneas hechas durante su cautiverio. Cuando hoy muchos gobiernos de otros países se interrogan —a mí mismo me lo preguntó un embajador— sobre si realmente los catalanes queremos la independencia o, en definitiva, todo es una simple estrategia para conseguir una mejor financiación autonómica, ¿qué respuesta está dando el independentismo con imágenes como ésta? ¿Qué credibilidad tiene la revuelta de las Sonrisas si no podemos parar de sonreír, como si fuéramos el Joker?

La sonrisa en las fotografías, culturalmente, se ha convertido en una auténtica obligación social, en una imposición de felicidad forzada de cara a la galería. Es la felicidad que encontramos en la publicidad que nos manipula, en los medios que proclaman la corrección política. Vean ahora los consejos publicitarios previos a Navidad y comprobarán que nos están vendiendo una felicidad que todo el mundo querría comprar, si es que previamente se pudiera vender. Si, por el contrario, echamos un vistazo a las fotografías antiguas veremos que casi nadie sonríe, ni hace ninguna mueca, con alguna excepción como las dos gloriosas imágenes que se conservan del escritor Joaquim Ruyra y que son extraordinarias precisamente porque se muere de la risa y saca la lengua. Aún no había hecho estragos el inmoral anuncio de la Coca-Cola y su sonrisa. Si comparamos nuestras imágenes domésticas de hoy con las de nuestros abuelos y bisabuelos veremos que, mientras nosotros, todos, exhibimos una felicidad casual, instantánea, que todos sabemos que no tiene demasiada solidez, nuestros antepasados se muestran con severa dignidad, con contención y mesura, probablemente poco auténticas también. Ni que decir tiene que si se trata de dirigentes políticos antiguos, las imágenes que conservamos son casi siempre serias. Los reyes, presidentes, políticos, no sonríen porque la política no es cosa de alegrías. Con la excepción, insigne, de la entrañable fotografía del cartel electoral de las elecciones del 16 de febrero de 1936 de un president Macià que sonríe paternal y tiernamente, mirando hacia atrás. Es una imagen del president que subraya la nostalgia del político desaparecido hacía muy pocos años y, en ese contexto, parece clara la necesidad de exhibir aquella cariñosa, familiar, sonrisa. La sonrisa no debe ser tomada a la ligera en las imágenes de trascendencia política. Porque la política también son emociones. Dejaremos para otro día la ausencia de sonrisas de las imágenes de Cristo, la sonrisa de Buda, la de la Gioconda, las sonrisas de Rembrandt y la de la escultura de Houdon, que representa un Voltaire pícaro y lleno de sabiduría. También hablaremos de la sonrisa del logotipo de Convergencia Democràtica de Catalunya, prácticamente un emoticono. Si hay que reírse, de mil amores, pero primero que nos digan de qué nos estamos riendo.