Anteayer Pol Guasch escupió sobre Frau Colau entre aplausos. Oportuno sí que fue. Y sabe lo que hace. Que, en una fiesta señalada, el niño de la casa se suba a la silla y recite el poema forma parte de la conocida costumbre burguesa, complaciente. Tras la violencia verbal del joven Salvador Dalí, pero sobre todo tras el rock y el punk, los patricios de ahora, con estudios, van más allá y consideran de un tono mejor aún, de admirable penitencia y edificante mortificación, escuchar al muchacho de casa ya hecho un hombre, joven idealista y responsable, cómo va hurgando en la mala conciencia de una senectud comprometida, autocrítica, que se imagina moralmente superior porque se deja regañar, así se mantiene permanentemente joven y guardiana de sus vástagos en el campo de centeno. Será por canguros. Los dramas, después de todo, siempre son dramas familiares y el mal es de una hiriente banalidad, hermano de sangre de la juventud más insolente y educada en las mejores escuelas, como atestigua William Golding en El señor de las moscas. Queda muy bien que la alcaldesa Colau se deje escupir un poquito para que el escritor Pol Guasch se realice, para que recuerde lo que “es tan evidente que no hace falta ni ser dicho”, que durante ocho años seguidos el pregón se haya hecho en castellano en Barcelona, y que las lenguas, en realidad, no conviven. Así, gracias a esa buena reprimenda, Frau Colau puede exhibirse como campeona de la tolerancia más políticamente hipócrita, con la cara recién bautizada, acabada de lavar, por el salivazo literario. Después de todo, dicen los provincianos, los escritores son unas personitas extrañas, animalitos con los que no hay que enfadarse mucho porque sólo berrean y ya. El escritor es visto a menudo como un menor de edad no acompañado, como un irresponsable social al que se le puede permitir casi todo porque lleva un aceite que no mancha. Después de todo, el joven Verdaguer también se presentó en los Juegos Florales vestido de campesino y le dejaron pasar. Dijeron que reivindicaba, en medio de la deshumanizada Barcelona, el programa rural de los hippies con suficiente antelación y el de Rousseau algo tarde.

Pol Guasch vacila. Porque en su alocución dice al mismo tiempo que es escritor y que no es escritor. Y que no lo es porque no se dedica a ello y que no se dedica a ello porque no se lo puede pagar. Dejemos ahora de lado, por un momento, que Guasch, un investigador en teoría literaria en el King’s College de Londres y un patrocinado por la editorial Anagrama, no es precisamente un individuo que pueda ser calificado de antisistema. Todos los medios de comunicación lo demuestran: le han exaltado y reconocido como una promesa, como una esperanza local, ya que el Dios de La Vanguardia y El Periódico siempre reconoce a los suyos, hoy como durante la matanza de Béziers. Y sobre todo, porque repite las mismas supersticiones que los universitarios más privilegiados. Las teorías más vaporosas que se quieren hacer pasar por certezas comprobadas, gracias al aval del onanismo y del narcisismo universitarios, gracias sobre todo al alma de esclavo que promueve el marxismo occidental de nuestra época. La tutela permanente de los ciudadanos. Los hijos de papá quieren pasar de vivir de los padres a vivir del papá Estado, a través de una mágica renta básica universal que debería asegurar, en teoría, un desarrollo creativo de todos los seres humanos, en plano de igualdad. Como si el Estado no fuera siempre el monstruo Leviatán, como si la historia de la literatura universal no fuera un ejercicio permanente de libertad contra cualquier forma de poder y, específicamente, la que ha instaurado la kafkiana burocracia y la promoción del servilismo infinito. Se equivoca rotundamente el sabio Guasch que investiga literatura en la universidad inglesa del rey cuando dice que la “literatura puede serlo todo menos mercadeo”. Porque es exactamente eso, trueque, intercambio, comercio, siempre mejorable, siempre insatisfactorio, inevitable. Es verdad y es trampa, es originalidad y plagio y engaño. La literatura es libertad y la libertad humana conlleva riesgos, acuerdos y traiciones. Tampoco es verdad que en la literatura “no se negocie con el racismo”, porque la literatura, ella misma, es puro racismo, y nazismo, y odio, y violencia, y sed de mal, y naturalmente todo lo contrario, es el alfa y la omega, es el alfabeto de cabo a rabo. La literatura no tiene moral, ni principios, ni hace concursos de ideas, no te da un beso de buenas noches cuando has sido un buen chico, Guasch. La literatura no son ideas, la literatura se convertiría en una estupidez de niños pijos si un día llegara a expulsar al mal. Sin el mal, la vida, el cine y la literatura serían terriblemente aburridas. Sería como escribir un diario sin malas noticias, exactamente la crónica del paraíso cristiano o del paraíso comunista, idénticos e intercambiables.

El dinero es poder. Y cuanto más poder tengan los individuos particulares y menos dinero tengan los Estados, más posibilidades, reales, habrá de preservar la libertad del pueblo, de la gente. Hay que rendirse a la evidencia histórica. Los escritores ricos han hecho lo que les ha dado la gana y han escrito grandes obras. Los escritores pobres han pasado penalidades y han escrito poco porque han tenido que trabajar sólo para vivir. El mercado es una esperanza mientras que el Estado es una permanente sentencia de culpabilidad, una orden indefinida de genuflexión. Los pueblos ricos, con las rentas más distribuidas y más independientes del gobierno, son los más libres. Los pueblos libres son los más creativos. Los países empobrecidos, sin mercado ni dinero son siempre dictaduras en manos de los profesionales del bien, de los funcionarios del Estado o de la religión. Antes de tirar al río los zapatos que llevas, debes saber que podrás caminar descalzo como Pau Riba o encontrarte otras mejores. Antes de vender motos haciendo discursitos, verifica primero si no son las mismas de Frau Colau. Las tenemos vistas todas.