O sea que el plan de M. Rajoy era éste. En primer lugar intentar intimidar a los catalanes para que ganaran los partidos españolistas en las últimas elecciones. Y si, por ventura, esto no sucedía, como finalmente no ha sucedido, impedir a través de los tribunales que nunca, bajo ningún concepto, Carles Puigdemont fuera restaurado en el cargo presidencial. La democracia, tal como la entiende M. Rajoy, sólo se debe respetar cuando los electores le dan la razón, de lo contrario, se ignora. Cuando votan, contra todo pronóstico, a Carlos el Grande, entonces ya es diferente, entonces ya es inaceptable. La jugada podría parecer perfecta. Sin darse cuenta de que Carles el Atrevido es mucho más que un candidato. Carles la Pesadilla, no sólo es el diputado del PDeCat más vagamente del PDeCat, también es tan de derechas —o tan de izquierdas— como Miquel Iceta o como Marta Rovira, tan independentista como Carles Riera, tan astuto como el más astuto. Carles Puigdemont es un fenómeno político internacional. Y sobre todo, es el titular de la figura presidencial, de la institución catalana que se ha revelado, a la hora de la verdad, como la más determinante de la historia contemporánea de Catalunya, como la más rentable, la que mantuvieron con la Generalitat fusilada, los presidentes Josep Irla y Josep Tarradellas contra la adversidad. Carles el Legítimo es quien recuerda cada día, desde los medios de comunicación de todo el mundo, que la legitimidad que defiende es la de la democracia, la legitimidad de la voluntad popular, la legitimidad de la separación de poderes, la legitimidad de la no violencia y de la libertad. Si sólo defendiera el derecho a la independencia de Cataluña sería otra cosa, pero en realidad lo que exige Puigdemont es que se deje de manipular, de pervertir la democracia. Que se deje de una vez de engañar a la gente, de escupir sobre el pueblo. De golpearle.

Una persona tan poco sospechosa de independentismo como Alfredo Pérez Rubalcaba, ayer, reconoció implícitamente que España está pagando un precio muy alto para intentar borrar del mapa a Carles Puigdemont. Y que por “quitar de en medio” a Carles el Invicto España debería tratar de pagar el menor coste político. ¿Cómo podríamos traducir correctamente esta expresión que parece sacada del arsenal expresivo de la mafia? ¿Eliminarlo? ¿Cargárselo? ¿Suprimirlo? ¿Aniquilarlo? ¿Destruirlo? ¿Asesinarle, aunque sea en sentido político? Y cuando habla de coste político, que pagar, ¿a qué se está refiriendo exactamente? ¿A la perversión y manipulación de la democracia, a la suspensión de los derechos de los ciudadanos, a la interrupción del estado de Derecho, que ya hace tiempo que están denunciando insignes juristas de las Españas? ¿A la limitación del derecho de expresión y de opinión? ¿A utilizar fuerzas paramilitares contra su propia población? ¿Al ridículo internacional que está haciendo España para actuar arbitrariamente, sin respetar las reglas del juego de las democracias modernas y civilizadas? Para preservar la sagrada unidad de la patria española, España está pagando un precio demasiado alto porque está pagando en democracia. Porque piensa que la democracia es menos importante que su integridad territorial.

Y para remachar el clavo, para completar la perversión de su planteamiento, Alfredo Pérez Rubalcaba asegura que los máximos beneficiarios de la muerte política de Carles Puigdemont son los independentistas. Que esto es lo que realmente quieren los independentistas. Es el viejo argumento del maltratador sobre la mujer maltratada, cuando asegura que la está apaleando por su bien. El argumento coincide con las recientes declaraciones de M. Rajoy cuando aseguraba que el vicepresidente Oriol Junqueras sí podría ser candidato a la presidencia de la Generalitat. Espoleando, así, la división interna del independentismo. Alimentando una vez más la rivalidad entre Esquerra Republicana y Junts per Catalunya. Intentando seducir a Junqueras para que aspire ahora y aquí a la presidencia que tanto anhela. Legítimamente. Sería el error más grave que podría cometer. Porque entonces el independentismo entraría en guerra civil. Y en Moncloa lo saben. Lo desean. No sabéis cuánto.