Espectro, figura fantasmática, ilusión, leyenda, ideal, sombra, aparición, pesadilla. Carles Puigdemont, Carles el Atrevido se ha convertido hoy en día en el personaje más inquietante de la política española, el único presidente de la Generalitat contemporánea que ríe y no llora, el único que ha abandonado la tradicional figura de la víctima sacrificial para convertirse, él solo, en el vengador de nuestro pueblo humillado y apaleado, en la figura irreverente e imprevisible que protagoniza todos los pánicos, todas las pesadillas de un régimen español, españista y españolista, hoy completamente desconcertado, escarnecido, incapaz en su rigidez de comprender que la batalla de la opinión pública es un combate de agilidad, oportunidad y de convicción. De seducción. España ha perdido porque la opinión pública internacional siempre amará a Robin Hood y Lawrence de Arabia, a Carrasclet y al Empecinado, al Zorro, al Lute y a Badman por encima de todas las legalidades vigentes. Porque la aventura de la libertad reúne todas las simpatías. El presidente del Gobierno M. Rajoy tiene un lapsus y hace referencia a la República Catalana. La vicepresidenta Soraya Saénz de la Pinta, la Niña y la Santa María se presenta ante las cámaras con el rictus forzado, con la boca torcida y amenazadora, con la rabia de la impotencia ante Carles el Grande, el presidente superhéroe. Inés Arrimadas, la áspera hija del policía, la bella arrogante, también se muestra sobrepasada, burlada, por la estrategia de la guerra de guerrillas, de la guerra guerreada de Puigdemont, una guerra incruenta que desborda cualquier previsión o cálculo fuera del territorio de la zona de confort. Esta es la batalla de la imaginación, de la disidencia, de la insubordinación, de la rebelión, del desconcierto, del escarnio. Carles el Intrépido besa respetuosamente la bandera española pero a la vez protagoniza muchas pesadillas de estas noches pasadas en la capital de España. Quizás esté detrás de cualquier puerta, de cualquier pared, escondido en cualquier disfraz. El presidente Puigdemont ha vuelto, ya está aquí, y ha devuelto la esperanza al independentismo desde la proclamación de la República. La república belga tiene más entidad, legitimidad, dignidad y fascinación que no la pobre Generalidad española intervenida por el artículo 155.

Hay quien se ha sentido ofendido o irritado al ver al delegado Enric Millo utilizando los emblemas propios de la Generalitat de Catalunya en sus apariciones públicas. No vale la pena. De hecho, es un acto de coherencia. La Generalitat, más allá de la pompa y la circunstancia, más allá de los anhelos del pueblo de Catalunya, no es en realidad más que una simple administración autonómica española. Es una gestoría. Una miserable y prescindible entelequia sin realidad política. Si no sirve ni siquiera para promulgar la ley de Pobreza Energética, si no sirve para restaurar al presidente legítimo, democráticamente confirmado en el cargo por la mayoría absoluta de los electores, si no sirve para proclamar la independencia cuando los independentistas han ganado reiterada y limpiamente las elecciones, entonces, cuando menos se la pueden guardar para ellos. No hay que participar de la comedia ni un minuto más. No olvidemos que la recuperación de la Generalitat en el siglo XX fue una ocurrencia del medievalista Lluís Nicolau d’Olwer para que Francesc Macià renunciase a la República Catalana, a la independencia en favor de la autonomía en 1931. La Generalitat no dejará de estar intervenida, secuestrada, por el poder central mientras el independentismo sea la corriente política mayoritaria. Quieren evitar otro 1 de octubre y lo que están haciendo es que cada día sea un 1 de octubre. La corriente, el torrente, mayoritario no volverá a nuestras instituciones hasta que el presidente legítimo no sea investido como jefe de Estado de la nación catalana. Cualquier otra opción es seguir con la comedia e ir tirando.