Resignaros, soñadores, no hay solución, el mundo no lo cambiaréis. Deberéis soportar la España de la corrupción y de la pandereta, la España agresiva y colonial, la represión de la guardia civil y la matraca de La Vanguardia por los siglos de los siglos. No hay alternativa posible. De ello nos quería convencer ayer el periodista Francesc-Marc Álvaro en un artículo estridente, escrito con la misma convicción con que hace un tiempo había impulsado el libro independentista Claus sobre la independència de Catalunya. Y, encima, escrito por la misma motivación. Por dinero. Y con la misma solidez intelectual que su gran otro libro, Per què hem guanyat. 127 dies que van canviar Catalunya. Del 24-M al 27-S. Álvaro está decidido a ser el pirómano y el bombero, el virus y el médico, el estratega genialoide de la Francia ocupada. A favor de Vichy si gana Hitler, a favor de De Gaulle si ganan los aliados. Vive la France!

En realidad, los valores de Álvaro son los mismos valores morales e intelectuales, idénticos, del general Franco entre la sublevación de 1936 y la visita del general Eisenhower en 1959. El inmovilismo y el oportunismo. Siempre a favor del poder y del parné. Falsa nobleza. Ridiculizando una vez más el anhelo de cambio, de mejora de la inmensa mayoría de la sociedad catalana de hoy. Como si Felipe González no hubiera ganado las elecciones de 1982 presentándose como una esperanza, como la voluntad irreprimible de ir más allá del régimen anterior. Como si el primer tripartito de izquierdas que gobernó la Generalitat, con Pasqual Maragall al frente, no hubiera respondido a la necesidad de ir más allá del proyecto autonómico de Jordi Pujol. Esta es la auténtica fórmula secreta que tiene Carles Puigdemont en Waterloo. Es la ilusión de salir adelante, la voluntad de mirar al frente. Que a pesar de los errores y los reproches que todos, todos, podemos hacerle a Puigdemont, como a cualquier otro político, no hay nada que nos motive más que dejar España y su régimen absurdo y arbitrario, empobrecedor y anticatalán. Puigdemont es una esperanza y una posibilidad real de cambio, mientras mantenga las elevadas cifras de adhesión popular que le otorgan todas las encuestas. Es mucho más que un visionario porque goza de la confianza de muchos electores, porque ha elaborado un discurso político y una explicación de la historia reciente de Catalunya que convence. Que convence bastante más que un fantasmagórico gobierno de izquierda a la Generalitat de Catalunya, probablemente tan decepcionante como el falso gobierno progresista de Farsánchez y de Iglesias en Madrid.

No es cierto que Puigdemont sea el nieto político de Pujol. En primer lugar porque no ejerce el hiperliderazgo como el fundador de CDC. Sobre todo porque no tiene ni dinero de su patrimonio personal ni el aval de los fuertes poderes económicos de Catalunya, indispensables para un liderazgo fuerte. No hay cemento político más resistente que el dinero. Puigdemont solo cuenta con el apoyo popular y hasta ahí, un apoyo difícil de conseguir y facilísimo de perder en cualquier error o movimiento de estrategia política. Puigdemont no es absolutamente nada sin el calor de la gente que le ha convertido en el presidente más querido, admirado, de la historia de Catalunya. Que le ha convertido en Carles el Grande. Y porque es capaz de superar, como Angela Merkel, como António Costa, como Justin Trudeau, el viejo esquema entre derecha e izquierda, que ya no sirve, que no explica la realidad política que vivimos cada día. Puigdemont tiene tanto el aval de fuerzas de centro derecha como de fuerzas inequívocamente marxistas y de izquierda liberal. La diferencia que hay hoy entre la derecha y la izquierda europeas parlamentarias es la misma que existía, en el siglo XIX, entre Antonio Cánovas del Castillo, jefe del Partido Liberal Conservador, y Práxedes Mateo Sagasta, jefe del Partido Liberal Fusionista. Una diferencia inexistente, una fabulosa quimera.