El president Carles Puigdemont acumula motes y apelativos, tal es la diversificada actividad pública y política que protagoniza, lo podemos leer en periódicos de medio mundo. Al intrépido Ulises, desde el primer verso de la Odisea, se le califica ya de polítropos, o lo que es lo mismo, de personaje con muchas caras, con muchas astucias, innumerables recursos, infinitas posibilidades para hacer las cosas. Pasa el tiempo y cada vez la persona de Carles Puigdemont queda aún más superada, escondida, por la idealización, por el personaje literario, por la exaltación o fantasía que se hace el pueblo y la opinión pública, un pueblo que necesita de mitos y de seres legendarios más allá del fútbol y de la cinematografía. Así es la naturaleza humana, que el humano es humano y no puede nada contra su ser, que el humano come, defeca y duerme y también es espontáneamente mitológico y épico, adicto a una de las drogas más duras que existen, la droga del entusiasmo que nos permite devolvernos el gusto por la vida, del amor por la lucha, por la rebelión, por la capacidad humana ante la adversidad, ante el todo imposible y encadenado que “ya estaba preparado”, del monstruo Leviatán que describió Thomas Hobbes para referirse al poder absoluto del Estado que esclaviza a sus ciudadanos. Quizás porque nuestra sociedad es depresiva y tiende a desencantarse, a frustrarse, a aislar al individuo en su propia miseria psicológica como un Salvador Illa cualquiera, tal vez es por eso que nos gustan las figuras emergentes, dinámicas y positivas, las que espontáneamente nos devuelven un sentimiento de dignidad a propósito del ser humano, nos gustan a todos más allá de la política. Tienes que ser terriblemente clasista y patricio para que no te seduzca la historia de Espartaco que libera a los esclavos y pone en cuestión el orden social de Roma. Tienes que ser un colonialista de alma muy negra como el juez Manuel Marchena, hijo del capitán legionario y ultraderechista Joaquín Marchena, también represor colonial pero destacado en el Sahara español, para no ponerte al lado de los héroes del Frente Polisario que luchan a la vez contra Marruecos y España. Tienes que ser un colaboracionista muy lameculos con el poder para no simpatizar con Robin Hood, con el Zorro, con Carrasclet, con Perot lo Lladre, con Lawrence de Arabia, incluso con John Silver el Largo, con el Lute, con los perseguidos eternos de todas las historias y de todos los caminos por donde se impone la injusticia llamada ley y orden.

Carles Puigdemont es Carles el Grande porque hoy todavía lleva los zapatos de Pedro el Grande, aunque a veces parezca que le pesen demasiado, aunque a veces parezca que quiera rebajar la tensión. Que quiera camuflarse en la espesura y descansar un poco, dejando todo el protagonismo en sus colaboradores, tanto a los que no recogen éxitos, como los políticos de Junts per Catalunya, como a los que sí pueden presentar buenos resultados al pueblo, como el general Gonzalo Boye. Puigdemont había proyectado unos días de calma en L’Alguer, en la nación sarda que habla catalán, y presidir un encuentro folklórico, tener conversaciones con algunas personalidades políticas de la isla. Pero se equivocaba. Desde el punto de vista rabioso del españolismo rampante y vengativo, Puigdemont no tiene derecho a libertad de la misma manera que Catalunya no la tiene. El españolismo ni descansa ni descansará. Porque hoy Puigdemont, para la opinión pública internacional, el presidente legítimo es la encarnación viva de la causa de Catalunya, la figura mítica que no puede diseñar ningún gabinete político de propaganda porque es un fenómeno que sólo sale espontáneamente, de vez en cuando, a lo largo de la historia de una determinada colectividad. La casualidad es la responsable de algunas de las mejores páginas de la crónica histórica. La casualidad ha querido que el último episodio victorioso de Carles Puigdemont se haya desarrollado en lLAlguer, en un lugar único en el mundo, la única ciudad aislada en una isla, fuera de España, Francia y Andorra, que ha mantenido, como un milagro, su personalidad catalana. L’Alguer, que tradicionalmente se ha llamado a sí misma Barsaluneta, es otra identidad posible, nacionalmente sarda, dentro de una Italia regionalista, profundamente singular y desvinculada del independentismo y de la construcción de nuestra República catalana. Ayer los diarios españoles y, singularmente La Vanguardia, con Enric Juliana al frente, dejaban clara una cosa muy importante. Que el recuerdo que dejó la España colonialista en Cerdeña ha caído en el olvido, que no merece mención, mientras que el recuerdo simpático y positivo de la personalidad catalana es unánime. Como unánime es la simpatía internacional a favor de Carles Puigdemont, ahora también alguerés honorario.