Estos días se experimenta un asco auténtico, cuando comprobamos cómo la oligarquía que gobierna a los partidos políticos acaba apropiándose, en latifundio, del noble y honorable arte de la política. Cuando secuestran para ellos solos lo que nos pertenece a todos y se dedican entonces a sus perversiones ridículas, a sus imposturas, a sus juegos olímpicos del frío y de la indiferencia, a hacerle sentir a la opinión pública que estamos perdiendo miserablemente el tiempo. Si por ellos fuera los medios de comunicación serían aún mucho más sectarios y mentirosos. Y eso ocurre porque nunca han conocido la vergüenza. Que si la derecha y que si la izquierda van diciendo, cuando en realidad son los mismos privilegiados. Y que si es mejor ser de éstos y no de los otros. Y que todavía no podemos quitarnos la mascarilla. Porque no sólo el régimen ruso tiene oligarcas que viven en la Barcelona que nosotros ya no podemos pagarnos. En nuestro país el aceite puro de oliva lo entrujan otros oligarcas, los oligarcas que nos demuestran, por el camino de los hechos consumados, que no hay igualdad que valga, memos, ni tampoco existe la fraternidad, bobos, porque nos quieren esclavos y sometidos a sus caprichos de casta intocable. Todo lo bueno y digno y solidario de la política desaparece como cuando te cortan el suministro eléctrico. Son los que nunca se preocupan de la factura de la luz porque ya la tienen pagada por el pueblo.

De modo que el derecho a ser, a existir, de Catalunya o el de la nación saharaui no vale lo mismo que el derecho de los ucranianos a no ser rusos. Simulan que no es lo mismo. Se ve que miran a Vladímir Putin y ven a un tirano pero logran no ver nunca a Mohamed VI ni a la dictadura militar de Argelia cuando se atreven a mirar. Que Putin es un corrupto y, en cambio, del rey de España no saben nada. La política da asco cuando vemos que estamos solos, incluso, doblemente solos, como catalanes y como individuos. Somos gloriosos y épicos, como lo son siempre los Davides frente a los Goliats, pero sin demasiadas posibilidades de victoria inmediata. Catalunya será independiente, así lo hemos decidido la mayoría. Pero antes tendremos que sacarnos de encima a este grupo de inoperantes, a estos oligarcas que nos toman el pelo, a estos dirigentes independentistas que sólo se proclamaban independentistas para figurar, para que los votemos, porque no quieren trabajar. Nos hemos dado cuenta, de repente, de que sólo eran independentistas porque calculaban que la independencia era imposible. Más o menos como los socialistas. Cuando han visto que no, que la independencia está a la vuelta de la esquina, se lavan las manos. Estamos solos, gloriosamente solos. Y asqueados.

La política en nuestro país está en un punto muerto. No deja de ser dramático. Cada uno va a lo suyo, sálvese quien pueda. Yo primero, yo primero. Los principales actores políticos independentistas hoy ya se han ganado el formidable descrédito que les equipara con los demás, con los de la clase política españolista, una serie de personas privilegiadas y, por lo tanto, hostiles a cualquier idea de cambio, de mejora, de evolución de la sociedad. Prometen y después nada. Como Emmanuel Macron, por poner un ejemplo, que promete la autonomía en Córcega porque está en campaña electoral y porque los altercados continúan en la isla donde nació Napoleón. El problema es que nadie se lo cree. Y La Vanguardia, hoy tan sensible con los problemas reales de la sociedad, publica hace pocos días que los vecinos de Tres Torres estaban alarmados por la gran cantidad de pisos robados. Reclamando que los Mossos deberían vigilar mejor el barrio. Porque así, quienes tienen una ostensible segunda residencia, puedan desertar de la capital los días festivos sin perder el equivalente de lo que ya están perdiendo en bolsa.

Màrius Carol, por su parte, pontificaba que “la vida es lo que empieza después del primer café de la mañana” sin considerar cuántas personas viven una vida auténtica en ayunas, una vida alejada de los parámetros del privilegio del desayunar. Porque el auténtico privilegio es lo que das por descontado, lo que no te parece un privilegio. Una vez le dijimos a una amiga mía colombiana que Mitterrand “era más de derechas que el grifo del agua fría”. No entendía qué cosa era es que le estaban diciendo hasta que tuvimos que aclarárselo. “Ah. En mi país, con mucha suerte, tenemos un único grifo. Lo de tener otro con agua caliente es cosa vuestra, de los que no sólo sois muy ricos sino que vais poniendo etiquetas de derecha y de izquierda como si fuera una distinción política real. Es algo casi tan tenue, tan poco útil, como la distinción yanqui entre republicanos y demócratas”.