Lo hace tan bien Manuel Marchena cuando calla, me gusta tanto cuando calla porque está como ausente, como una diosa desnuda de Neruda, cuando menos parece un juez de verdad, sin protagonismo, ecuánime y sentado entre los dos platillos equilibrados de la balanza, hierático y distante como el juez ideal de una fábula junto al fuego. Lo hace tanto tan bien Manuel Marchena cuando no hace de Marchena, cuando no hace de padre de la nena, cuando no hace de juez de la horca, cuando no se deja llevar por su pulsión íntima de comisario político, por la pulsión de guardia civil honorario, cuando no trata de hacer pasar gato por liebre, que entonces diríamos que puede llegar a persuadirnos de que es un juez sabio, de que es un juez justo, de que todo es posible y que aquí atamos los perros con longanizas. Pero no nos engañemos, no nos dejamos llevar por la fantasía del corazón, la sesión de ayer de la tragicomedia del Supremo, de la españolísima vista de los tuertos, no tenía nada de idealista caballería andante y, en cambio, mucho picaresca entre ladrones. Si no hubiera sido por la insistencia de Andreu van den Eynde, de Marina Roig y Olga Arderiu —el gran Melero callaba—, si no hubiera sido por la incansable actuación de unos abogados que ayer parecía que querían hacer de abogados, habrían conseguido que la ya legendaria libreta Moleskine de Josep Maria Jové se hubiera convertido en la gran prueba incriminatoria de todo el juicio, la gran prueba que demostraría que el incendio de Roma y la desaparición de la abubilla roja de vientre amarillo son culpa exclusiva de los independentistas. Sí, ya lo saben ustedes, la pequeña libreta del gran Jové, o si prefieren la gran libreta del pequeño Jové, de este modesto genio de la estrategia independentista que se creía protegido de todo mal por un ángel de la guardia arcangélico, un ángel gordo y amoroso que le haría de escudo humano y de superhéroe.

No es por culpa de Marta Rovira. Los presos políticos están en prisión preventiva indefinida, según los escritos de la acusación, gracias a esta famosa prueba documental moleskinesca, que significa en inglés ‘piel de topo’, una piel que suponemos que debe ser ideal para los espías y para las conspiraciones que salen en las películas de James Bond. Pero que nunca hay que tener guardada en casa, por lo que tal vez pudiera o pudiese acontecer como, por ejemplo, una impulsiva visita de la policía. No se puede vender la piel del topo antes de cazarlo y ayer el fiscal José Zaragoza, más vago que el no hacer nada, no llevaba el interrogatorio preparado y tuvo que renunciar a la supuesta prueba pericial de un policía que ya había comparecido como testigo. Ciertamente deben tener la convicción de que la condena es pan comido, que la condena debe caer como fruta madura para actuar con esta dejadez meridional. Cuando un perito de verdad, como la gramática Doña Gemma Rigau comparte sus conocimientos de lingüística comparativa con el tribunal, parece que la luz de la verdad penetre en aquella cueva de Alí Babá, donde el oro les tapa el sol. La sagaz y venerable señora lanzó un consejo tan subliminal como inesperado a los jueces supremos: “agua que no has de beber, déjala correr”.