Todo el españolismo está de acuerdo en eso. La estrategia que está dando mejores resultados no es el diálogo sino la represión. Lo que hicieron con ETA es lo que piensan continuar haciendo contra Catalunya aunque 52 diputados franceses reclamen el fin de la tiranía contra el independentismo pacífico. Aunque el desprestigio internacional de España no deje de aumentar, empezando por la ONU. Lo único que parece importar a los represores es la unidad de España, por encima de todo, por encima de la fraternidad, de los derechos fundamentales, los derechos humanos, del derecho a la discrepancia y también a la disidencia. Por encima de la democracia. La unidad de España se ha impuesto como la sagrada superstición de una magia oscurantista en la que se hacen todo tipo de sacrificios humanos cuando ya no les basta con los toros. Un valor cruento en sí mismo que no necesita justificarse, como si el concepto de España necesitara para algo a la nación catalana. La idea de Catalunya repugna profundamente al españolismo, inversamente al apetito inmoderado de la riqueza económica de nuestro país. La represión ni se detiene ni disminuye, al contrario, fatalmente aumentará tras la injusta sentencia política del Tribunal Supremo contra los rehenes, contra los presos políticos que han conseguido atrapar a traición.

En este contexto de confrontación sólo nos faltaba un espontáneo como Jordi Pujol, indiferente a la estrategia de los partidos independentistas, armado como siempre de su orgullo ciclópeo, de su inmoderada necesidad de protagonismo. El señor Jordi Pujol Soley, quien en otro tiempo fue considerado un referente ideológico y moral del catalanismo hasta que decidió canjear voluntariamente la honorabilidad por la ignominia, reapareció el pasado miércoles, fantasmal, como alma en pena. No rompió su aislamiento para apoyar a la comunidad benedictina de Montserrat que ahora sufre un merecido descrédito ni tampoco para contribuir a la deseable unidad del independentismo. Jordi Pujol no tenía otra cosa que hacer ese día que fotografiarse con una colección de curiosos especímenes de una peña del Círculo Ecuestre, junto al grotesco padre Apeles, disfrazado de sacerdote católico, junto a unos señores de otra época, no precisamente añorada.

Parece ser que no, que cuando alguien de la peña brindó por el Rey y la Constitución, Pujol no brindó exactamente por todo eso tan importante porque no se enteró del brindis. De hecho, da igual. Cuando alguien termina inesperadamente en mitad de una reunión de comunistas o de nazis, lo de menos es si levantas el puño o el brazo. La pregunta adecuada es qué demonios hace esa persona allí, con esa inesperada compañía. Con 89 años, pero como si fuera un adolescente perpetuo, Pujol confesó que no era feliz. Fue un momento lacrimógeno, como cuando gasean manifestantes. El mundo ha sido muy ingrato con esta personita tan estupenda que siempre se creyó con derecho a todo, sin quedarse nunca corto y sin pensar en nadie más que no fuera en él mismo o en una proyección fantasiosa de sí mismo a la que denominaba, modestamente, Catalunya. El caso es que sí, en plena represión contra el independentismo catalán, Jordi Pujol tuvo el valor, los santos dídimos, la desvergüenza, de encogerse de hombros y de declarar que él nunca había sido independentista, que él no, no, que quiere que le entierren con la senyera real y no con la estrellada, anda ya. Y no dejó perder la ocasión para expresar su profunda admiración por España, una admiración muy sentida. O lo que es lo mismo, consiguió escenificar, por enésima vez, cuando ya parecía imposible, la conocida astucia de la puta y la Ramoneta, que tanta categoría moral nos ha aportado como nación y como sociedad. Hay trucos de malabarismo que siempre mantendrán su público fiel, como si el tiempo no hubiera pasado.