Ha circulado mucho la fotografía del líder de la Cámara de los Comunes, Jacob Rees-Mogg, un conservador formado en Eton y antiguo estudiante de Historia en el Tritiny College de Oxford, un esnob alto como un pino arellanado en el escaño reservado al Gobierno de Su Majestad británica. La prensa españolista, ya la conocéis, es tan profundamente antianglesa como tan profundamente anticatalana, parece que todavía no pueda superar el conflicto de 1714 y que, por este motivo, continúe obsesionada con Gibraltar, desprestigiando siempre que puede al parlamentarismo de Londres y todo lo que sea inglés. Pueden decir lo que quieran pero a mi me gusta un Parlamento donde no esté Celia Villalobos, dormida como un tronco y jugando luego al Candy Crush cuando se despierta. Donde no se puede aplaudir porque está prohibido, pero sí se puede gritar e, aullar como el mejor amigo del hombre. Y, sobre todo, me entusiasma que la sala de reunión de los Comunes dispone a algunos diputados en unos escaños cutres de club inglés, tapizados con un color verde botella estridente, los unos frente a los otros, sin la habitual disposición en hemiciclo de los otros parlamentos. Entre los sitios de la planta baja y los del gallinero sólo hay lugar para unas cuatrocientas personas, si bien el la Cámara de los Comunes tiene legalmente 646 diputados, por lo que muchos de los representantes populares, elegidos por sufragio universal se deben quedar de pie en medio del pasillo o resguardados en un rincón. No disponen de las cómodas poltronas individuales, de casta privilegiada, que tienen en la Carrera de San Jerónimo. Los ingleses, a veces, son extraños incluso para ellos mismos, son tan hipócritas como lo somos los mediterráneos pero a su manera muy particular. Y que los diputados, constitucionalmente titulares de la soberanía nacional -junto con la Corona-, no tengan ni garantizado el lugar donde sentarse, me parece una disposición práctica y perfectamente cuerda. Ayuda a evitar que, psicológicamente, nadie pueda llegar a creerse que el puesto de diputado sea una de sus propiedades privadas, como en el caso español del pobre Alfonso Guerra, al que, al parecer, le tuvieron que extirpar el asiento que se le había quedado incrustado en el cuerpo.

Me gusta que los parlamentarios cambien de opinión y puedan ser expulsados del partido porque tienen la posibilidad humana de desobedecer los jefes de filas cuando es imprescindible, y que rompan la disciplina de voto mucho más a menudo de lo que ocurre en otros parlamentos del mundo, que al final se acaban pareciendo más a la hierática Asamblea Popular Nacional de China que a lo que pasa el palacio de Westminster. No deja de ser vergonzoso que en los parlamentos español y catalán -imposibles de distinguir en su funcionamiento diario- los diputados sólo puedan romper la disciplina de voto cuando es un caso de conciencia, como cuando tienen que legislar sobre el aborto o cosas así. Dejándonos entender que las otras veces que votan no lo hacen de acuerdo con su conciencia sino de acuerdo con su capacidad de obediencia ciega al líder. Antes de hablar mal del parlamentarismo inglés como cotorras, como loros de repetición, puede que nos tomemos una tila o, si queremos, un té magrebí y nos lo pensemos un poco mejor.