Ayer el matrimonio formado por Marcela Topor y Carles Puigdemont coincidieron, al menos, en una cosa. En que, cada uno por su parte, tenían que lanzar, públicamente, un tuit para celebrar el cumpleaños de su hija, Magalí. Una Magalí que era presentada fotográficamente a caballo, como amazona y no como la pedestre Magalí, la del Poèmo, la “tant amado, / mete la tèsto au fenestroun! / Escouto un pau aquesto aubado / De tambourin et de vióuloun”. A algunos, pocos, catalanes, nos embarga el profundo significado de este nombre de la hija del presidente legítimo, un nombre de la tierra y de la honradez, de la hermandad, que vemos enseguida como se mueve la sencillez de la chica de Mistral, “vers la mar, dins li bla”. Pero no vivimos en un mundo pendiente de la lírica sino de las noticias de la peor prensa del corazón, vivimos un mundo grosero, hipócrita, malnacido, que considera, superficialmente, injustamente, la monta de caballos como un emblema feudal y de gente pudiente. Ven un caballo y la mayoría de la gente, que la televisión ha maleducado cada día, que vive en la ciudad y se ha olvidado de todo y de todos, ya no ve al infatigable compañero del carretero, al noble compañero de los trabajos del campo catalán. La mayoría de la gente sólo ha visto a los caballos en aquellos monumentos que tienen allí en Madrid, unos militares ecuestres ensartados en un pedestal o a las tiránicas infantas de España compitiendo en la hípica o al príncipe de Gales jugando al polo o chowgān. Yo no escribiría nunca un tuit con la fotografía de mi abuelo, Mateu Pascual, campesino sin tierra, retratado como lo tengo, para siempre, en la playa de la Murtra, en Viladecans, junto a Xato, caballo fino y de buena compañía. Aún alguien se creería que lleva boina y faja para parecer especial, para hacerse el importante, como Josep Pla que precisamente por aquellos años de la foto se empezó a disfrazar con una boina postiza y ya no se la quitó más. Si nos fijamos en el retrato de mi abuelo veremos que, como muchas personas de la época, tiene la mandíbula prominente, caballar, y es de tantos años y años de simbiosis con las bestias. Ahora la mayoría queremos parecer una persona que no somos y que hemos visto en alguna revista.

Yo no habría publicado nunca la foto de la hija del presidente Puigdemont. Hace pocos meses, aún se burlaban de otra hija de un presidente de la Generalitat, se reían porque es disminuida y que así le llamaban nazi al padre, ante la indiferencia generalizada. Si no estuviéramos en guerra, en una guerra psicológica y de propaganda, donde todo se aprovecha para hacer caldo gordo, la instantánea de la hija del presidente Puigdemont no sería tan impropia. Los partidarios de la legitimidad del presidente exiliado hacemos muchas horas y más horas desmintiendo que se fuera al exilio dentro de un maletero, que lleve una vida de lujo y contemplativa en Waterloo, que sea un privilegiado celoso de sus prerrogativas, que sea un delincuente. Los cargos institucionales, los cargos que nos representan, deberían tener una política comunicativa que no fuera fácilmente atacable por nuestros enemigos, y que no fuera improvisada. Marcela Topor y Carles Puigdemont pueden hacer público lo que quieran de su vida privada mientras esto no ponga en cuestión la lucha independentista, mientras no puedan ofender a los electores. Con la misma cuenta de Twitter, con el mismo canal de comunicación, el presidente exiliado se expresa políticamente, ideológicamente, dice lo que quiere y cuando quiere y, encima, publica elementos de su vida privada. No es extraño que la confusión sea notable y que el público, que es quien paga el movimiento separatista y también la alfalfa del caballo, pueda sentirse sorprendido y a veces irritado. La mala reputación de todos los políticos es un hecho que no va a desaparecer mañana. Y no desaparecerá sin una política comunicativa profesional y valiente, más pedagógica y menos impulsiva, menos errática y emocional.

Los niños y la política son poco compatibles. Tampoco lo ha conseguido Oriol Junqueras cuando ha hablado tan reiteradamente de sus hijos, pero el profesor de Historia no parece receptivo a las opiniones de nadie, ni en esta ni en ninguna materia. A mí me gustaría que, por ejemplo, el vicepresidente Jordi Puigneró no se publicite llevando a su hija a la escuela de Sant Cugat, de la mano, a través de Twitter. En primer lugar, porque para llevar a tu vástago hasta la puerta de la escuela significa que tú no te pones a currar hasta las diez de la mañana, esto yendo bien. Y la mayoría de padres y madres querrían acompañar a sus hijos a muchos y muchos y muchos lugares y no pueden hacerlo, porque tienen que trabajar, porque están atrapados en un horario absurdo que hace difícil la conciliación de la vida laboral con la familiar. El gobernante no puede dar envidia al elector, no puede quedar por encima de él, porque mañana el elector no te votará de ninguna de las maneras. Y la foto de Puigneró “disfrutando la Rambla de la mañana para ir hacia Govern” también sobraba. El vicepresidente del país no puede olvidar que la inmensa mayoría de los catalanes vamos a trabajar arrastrando los pies, obligados, forzados, sin disfrutar de ningún Rambla. Presumir de privilegios queda feo. Y, encima, disfrutar en catalán, es un barbarismo de los pesados, honorable señor.