No sabemos ni cómo ganarnos la vida y proyectamos una idea aún más borrosa de lo que tienen que estudiar nuestros adolescentes. No nos pasa como a los coreanos o japoneses, que exhiben notables formaciones especializadas gracias a una disciplina espartana. En Catalunya hemos olvidado que Esparta era tan mediterránea como nosotros y hoy vivimos petrificados en la duda, en el debate pedagógico. Nos distraemos sin hacer nada, porque queremos unos conocimientos útiles para la vida, unos saberes prácticos y suficientes, estudios que nos solucionen el porvenir, los imaginamos como una varita mágica para competir en una sociedad cada vez más exigente que contrasta con las pocas ganas hacer nada de provecho. Necesitamos calma. Y salud mental. Y no precipitarnos para llegar como sea al fin de semana. Y pasar de curso. Al menos en España hemos visto cómo los títulos universitarios se pueden comprar, las tesis se pueden falsificar y plagiar, y al fin sólo el Estado y las empresas que dependen del presupuesto público saben dónde ganar dinero. Esos y también los nuevos Marco Polo catalanes que exportan a China o a otros sitios remotos sus interesantes productos.

El resto del país no quiere pensar en ello, no quiere creer que sea posible pero sabemos que el abandono intelectual es general o casi general. Como todo ya está en internet no es necesario acumular demasiados conocimientos, dicen algunos, como si la existencia tradicional de las bibliotecas hubiera sido una excusa para no comprender y no memorizar. Todo está también en los libros. Ahora los nuevos pedagogos sostienen que el suspenso es inaceptable en nuestra escuela moralista y protectora porque criminaliza a los estudiantes que no estudian. Y por eso aplican, decorados con el emblema de la Generalitat de Catalunya, la misma doctrina que la Guardia Civil. El mismo teatro. Si los aspirantes a meretéritos no llegan al cinco en las pruebas de ortografía española, primero tratan de aprobarlos con un tres. Cuando, incluso con este engaño, no son capaces de escribir bien en la lengua de Santiago Abascal, entonces optan por suprimir la prueba ya que, al fin y al cabo, no es tan necesaria. Los ordenadores ya escriben por nosotros. De hecho es un inconveniente eso de criminalizar a los futuros guardias civiles.

En esta comedia de los disparates llama la atención las recientes declaraciones de Su Alteza Imperial la princesa Aiko de Toshi, la única hija del Soberano Celestial, el emperador de Japón Narhuito y de su esposa la emperatriz Masako. A diferencia de otros vástagos de las monarquías europeas dedicadas obsesivamente a los deportes, a ganar dinero, o a otras actividades afrodisíacas, la que debería ser la heredera del trono del Crisantemo ha proclamado que está centrada en los estudios de literatura japonesa. Se ve que el imperial capullo está muy interesada en la poesía, en la caligrafía y en el sumo, el deporte de los luchadores sobrealimentados y masivos. Estoy seguro de que, para hacerse mayor, le será muy útil profundizar en la malicia de mi vieja amiga Sei Shōnagon o en la fascinante y contundente belleza del Genji Monogatari, la gran novela de Murasaki Shikibu. O en la épica sanguinolenta del Heike Monogatari. La literatura japonesa es fundacionalmente una construcción femenina que primero compite y después desborda y derrota a los escritores japoneses que se expresaban en chino, la lengua extranjera. Seguramente la princesa tiene interés en las letras más modernas, en Matsuo Bashō, Kawabata, Tanizaki, Sōseki y tantos otros. Yo llegué a la literatura japonesa empujado por mis alumnos que me contagiaron, primero, el japonismo de los tebeos, del cine y, por fin, el literario. Gracias a la fascinación por el reino del Sol Naciente conseguí que algunos de mis estudiantes pasaran, a su vez, de los samuráis al Tirant lo Blanc. Y de la serenidad espiritual del poeta Moritake en la poesía de Josep Carner y Carles Riba.

Ningún conocimiento me ha sido más útil en la vida que la literatura. Porque es una colección de casos, como los que memorizan los abogados. Y una colección de problemas, como los que resuelven matemáticos y físicos. Un problema de equilibrios y combinatoria, como piensan los químicos y farmacéuticos. Una persona que ha leído mucho y ha visto mucho cine tiene grabadas a fuego algunas astucias sociales, algunas sentencias de urgencia, algunos escepticismos liberadores. Algunas convicciones improvisadas. Tales como, por ejemplo, que lo que los humanos llamamos felicidad está más cerca de la alegría que de los placeres. Y que las historias que forman nuestro imaginario nos acompañan para siempre como un botiquín de emergencia. Una vez preguntaron al actor Hugh Grant que cómo era que lo hubieran pillado con una prostituta, y que si tenía tiempo para psicoanalizarse. Respondió como una persona leída y que no se deja impresionar: “Soy inglés. En Inglaterra leemos novelas”. Después nos preguntamos por qué Catalunya fue tan grande económica y socialmente durante la época que va de Verdaguer a Gabriel Ferrater. Después nos preguntamos por qué Japón y Inglaterra nos pasan y continuarán pasando la mano por la cara.