El movimiento independentista agita a la sociedad y cuestiona, más allá de la confianza gratuita, hasta qué punto vivimos o no vivimos en una auténtica democracia. Mientras la sociedad catalana se entretenía escogiendo ahora el autonomismo de CiU, ahora el autonomismo del PSC, mientras nada se movía ya que nada se podía mover, parecía que todos los derechos estaban asegurados y protegidos, especialmente el derecho a la discrepancia, el derecho a la libre opinión, incluso el derecho a la disidencia política. Creíamos que todo era posible simplemente porque, en realidad, no se había intentado nada, no sólo desde el punto de vista soberanista, tampoco desde el punto de vista social y económico, desde el punto de vista cívico y moral. El país catalán, también hay que decirlo, siempre había oscilado históricamente entre la más vanidosa de las resignaciones, de las cobardías conformadas, y la más destructiva de las autocríticas, entre la cordura y la locura, entre los jetas que hicieron rico al país y los idealistas que lo hicieron culto, entre los avaros más criminales y los revolucionarios igualmente criminales. De modo que el independentismo, como fenómeno colectivo, como proyecto que incluye a todo aquél que se quiere implicar, se ha convertido en una formidable síntesis entre las dos Cataluñas, un nuevo compromiso entre las dos almas de la nación, de tal modo que bien pudiera ser la superación definitiva de las viejas inercias, de los viejos partidismos y de las absurdas rivalidades de casino de pueblo. Cuando nos atrevimos a pensar políticamente de otro modo, a mirar más allá de las tímidas bandosidades entre el centroderecha de CiU y el centroizquierda del PSC, tan iguales entre sí como dos gotas de whisky, nos dimos cuenta de que vivíamos sugestionados por supersticiones absurdas, incluso autosuggestionados por determinadas mentiras.

Gracias a la contundente controversia que ha originado el independentismo han caído muchas máscaras. Hemos visto como Jordi Pujol, el padre de la nación, era un imponente mentiroso, que mientras se hacía el loco y predicaba la moral más severa, que mientras se hacía el idealista patriótico tenía buena vista para los negocios familiares. Hemos visto como Narcís Serra hacía de pirata disfrazado de banquero ruinoso, del mismo modo que antes se había disfrazado de espía en Madrid. Que Pasqual Maragall transformaba Barcelona en una ciudad sólo para ricos internacionales, para la explotación turística de cuatro familias, mientras levantaba la bandera del socialismo y de la redistribución de la riqueza. Hemos visto que el sindicalismo de Joan Coscubiela era tan poco sólido como el ecologismo de Lluís Franco Rabell, y que a la hora de la verdad, ambos preferían la España conservadora a la Cataluña por construir. Hemos visto qué significaba, en realidad, el hecho diferencial para Josep Antoni Duran Lleida en la suite del hotel Palace de Madrid, y hemos visto, exactamente, qué idea patrimonialista tenían los políticos del PP a propósito del erario público y en qué consistía, en verdad, la regeneración política para los dirigentes de Ciudadanos. Su particular idea de la concordia y de la convivencia. Sí, todo esto lo hemos visto gracias al terremoto político que significa aquí y ahora el independentismo. Un terremoto que no sólo afecta a Catalunya, sino toda España y Europa entera. Las mentiras de la justicia española han quedado al descubierto ante los tribunales de otros países y los currículos fantasiosos de muchos políticos han quedado definitivamente desacreditados. La avalancha de tantas mentiras descubiertas está generando una repulsión generalizada hacia los mentirosos. Porque, si bien un exceso de realidad es insufrible para la sociedad, un exceso de falsedad la hace completamente inviable.

La revolución de las sonrisas, la revuelta de los catalanes, tiene más importancia de lo que somos capaces de sospechar, es el fenómeno histórico más importante que viviremos jamás todos nosotros, y tanto si somos partidarios o no de ella, lo cierto es que ya ha servido para a muchas cosas. La primera y principal, por ahora, ha servido para darnos cuenta qué tipo de gente nos ha gobernado y gobierna, y qué clase de gente aspira a sustituirlos y a “mejorar la sociedad”. La mentira es un mecanismo psicológico de protección, de fantasía que lleva al inmovilismo y la resignación, al repliegue interior, a la cobardía, a la renuncia. Y hay que recordar que, mientras Adolf Hitler sostenía que los mentirosos son también grandes magos, la vieja Biblia recuerda que la verdad nos hará libres.