La toma de posesión del nuevo president Torra, que duró tres minutos y treinta y seis segundos, ha vuelto a despertar un renovado interés por la simbología política, por las formas y la pompa del poder, un poder sin duda equívoco, porque es catalán y porque es de nuestros días. En cualquier caso, el respeto que despierta la figura presidencial en nuestro país es genuino, no sólo porque tiene que ver con la tradicional cultura republicana que se ha desarrollado con gran intensidad desde el Ochocientos, o por la duradera influencia política de la Francia vecina y democrática. El presidente de Catalunya es en sí mismo una institución venerada, honorable, independientemente de la recuperación de la Generalitat, una tramposa reconstrucción historicista que ideó con inteligencia el erudito y político Lluís Nicolau d'Olwer, de buena memoria. El presidente de un país siempre encarna a ése país que gobierna, lo representa y lo identifica, más allá de las idiosincrasias y cualidades personales del político que ocupa el cargo. Hay quien dice, y tiene razón, que el dinero cambian a las personas pero no es porque el dinero tenga ningún tipo de poder mágico y secreto. Lo que cambia a las personas es, en realidad, el poder que da el dinero y no el peculio, es el poder en sí mismo lo que genera metamorfosis, la energía que transmite, la autoridad, la potestad, que espontáneamente le otorgan las personas que le rodean, lo que puede hacer cambiar la personalidad de un individuo presidencial, construirlo de una manera más acabada y coherente, convirtiéndole, tal vez, en más responsable y consciente del enorme cometido que tiene, espolear al caballo de la soberanía popular, de la energía de la nación, de la pujanza de sus ideales, de la capacidad y la fortaleza de sus compatriotas. Y, ciertamente, el poder a menudo se muestra y se representa a sí mismo para que pueda ser reconocido.

El presidente de Estados Unidos no lleva encima ningún distintivo presidencial, ni los de Rusia, China o Alemania. El presidente de Francia, en cambio sí, porque es una figura mucho más ritualizada que la de los demás, de acuerdo con la antigua tradición de la ostentosa y altiva monarquía francesa. El ojal izquierdo de la chaqueta, el del lado del corazón, lleva lo que se conoce popularmente como el canapé, un pequeño botón de un color rojo intenso montado sobre un medio nudo de oro, una insignia que representa el gran collar de la Legión de Honor, la condecoración que identifica allí donde va al gran maestro de la orden, es decir, al jefe del Estado francés, desde que así lo instituyó el emperador Napoleón III. Durante la investidura protocolaria del presidente de Francia se le impone este botoncito pero el gran collar que tiene derecho a llevar solo se exhibe allí mismo sobre un cojín de terciopelo rojo, en un gesto de sobriedad. Es pensando en la Francia republicana de De Gaulle que se determinó, en Catalunya, el ritual de la imposición del medallón presidencial, completamente inventado por el ceremonioso presidente Josep Tarradellas justo después del exilio. Y es lo que se ha querido emular, en cierto sentido, en la toma de posesión del presidente Torra, pero evitando al público, afortunadamente, la cómica escena del retuercecuellos que se produce siempre que se quiere colgar del nuevo presidente la solemne joya de Macià diseñada por Jaume Mercader, muy bonita, sí, pero que tiene una cuerda muy corta y un cierre tan cabrón. La pieza pesa bastante, es de oro y de ónix, más adecuado como arma ofensiva que como condecoración que pueda colgar sin estorbo del cuello del primer catalán. El escudo del medallón está inspirado en el emblema real de las cuatro barras, lo que hoy se conoce como la bandera de Catalunya, la popular bandera, que durante el período republicano se mantuvo como símbolo principal de Catalunya y como pervivencia del Estado Catalán a lo largo de la historia. Hoy, precisamente, cuando la figura presidencial y la autonomía catalanas están tan cuestionadas, tan reducidas a las formas más puramente simbólicas y vacías de sentido, casi a la concesión de nuevas cruces de Sant Jordi y poco más, el presidente Torra ha hecho bien en reducir la ceremonia a lo mínimo indispensable, sin celebraciones hoy injustificables. Sin hacerse colgar del cuerpo nada más junto al escudo de la Generalitat y al lazo amarillo. Un presidente tampoco es un árbol de Navidad. Me lo tenía dicho Baltasar Porcel; a veces Catalunya habla de sí misma como si fuera el imperio de Gengis Khan y al final, no tiene mucho más poder que el Ayuntamiento de Castellfollit de la Roca. Por decir uno entre tantos.