Si recordamos la película de Robert Mulligan Matar un ruiseñor, de 1962, tal vez podamos entender aún mejor el alcance del enorme error de los jueces de la Audiencia provincial de Navarra. Las calles se llenan de ciudadanos airados que protestan por lo que es una resolución incomprensible, que ni condena del todo ni absuelve del todo, y que aleja a los ciudadanos del sentido más elemental de justicia. Es evidente que el tribunal de Pamplona se habría ahorrado muchos problemas condenando por violación, sin analizar mucho, a los acusados y que, desde un punto de vista garantista, de tranquilidad ciudadana, podemos llegar a pensar que hay una notable imparcialidad y independencia de los jueces, que quizás tienen evidencias contundentes para no ceder a la inmensa presión mediática, para no condenar por violación, que sería lo más fácil. Pero sin poderse hacer públicas las pruebas, es una sentencia opaca, que toma el camino del medio y no contenta a nadie. Es una justicia incomprensible. Excesivamente técnica y esotérica, alejada de la sociedad. Quizás los jueces tienen razón, pero con la argumentación que dan están reclamando que les hagamos confianza, que creamos en su criterio y apreciación y poco más. Y el caso es que la sociedad desconfía de la justicia de tal modo como no imaginan los magistrados. Y que no es suficiente con tener una poderosa erudición en Derecho. A veces, los que son demasiado sabios pierden el mundo de vista, como recuerda otro film, del año siguiente, El profesor chiflado de Jerry Lewis. Y es que, desde siempre, ha habido una corriente bastante extendida entre algunos profesionales del Derecho que creen en la jurisprudencia como en una realidad superior, paralela, aparte, con un vocabulario específico y monstruoso, una mutación que llega, incluso, a tergiversar el sentido recto del diccionario. Esto ocurre con todos los lenguajes técnicos, por ejemplo, con el de la Medicina o el de la Informática, de tal manera que algunas palabras que son de todos, que sirven para entendernos entre todos, terminan secuestradas, manipuladas, cubiertas de una oscuridad arbitraria e incomprensible para el resto del mortales. Cuando los técnicos abusan de la jerga se llega fatalmente al galimatías y terminan hablando solos. Es lo que les ha pasado a los jueces de Pamplona, que han hecho la justicia como si sólo contara su conciencia y no la de todos los ciudadanos. Y es lo que le ha pasado al presidente del Tribunal Supremo de España que ha tenido que salir a defender a su propia manada y su lenguaje abstruso: según sus eminencias togadas una violación no es una violación y pueden razonarlo. Es decir, que juegan con las palabras, y a eso lo llaman razonar la resolución. Y no han amenazado, no. Han advertido contra las críticas. Pero, en conciencia, para muchos, esto sigue siendo una violación.

La ley siempre protege un bien superior, como la vida o la hacienda. Y por lo tanto, la ley no puede ser nunca un bien superior, es un mero instrumento. Es tan instrumental que las leyes cambian cuando conviene. Y los jueces deben saber que mientras les paguemos el sueldo están al servicio de los contribuyentes, son un servicio público, tan público y tan servicio como la señora cartera que lleva las cartas por el barrio o el basurero. Un juez, por mucha chapería que lleve colgada del cuello, no es nadie para acallar a la opinión pública. Lo que podría hacer es dar mejores argumentos, si los tiene. Por algo la justicia debe ser siempre pública. Aquí lo que se debe respetar no sólo es la presunción de inocencia, sobre todo es la confianza de una sociedad en su sistema jurídico, que no tiene jurado. El clamor popular necesita respuestas y no tecnicismos. Porque la sociedad se niega a creer, se niega a confiar en la decisión de los jueces, sin mayor información. La sociedad debe ser respetada porque es la opinión del que paga. Con un poquito menos, por favor, de clasismo. Porque la sentencia de la Manada no sólo ha sido, con la información pública de la que se dispone, una sentencia machista. Sobre todo ha sido una sentencia clasista.

Recordemos que en el juicio al que nos invita a asistir la cinta Matar a un ruiseñor se nos plantea la historia de un joven negro acusado de violar a una mujer blanca en un estado del Sur de Estados Unidos. Naturalmente, es una sociedad machista, pero sobre todo es profundamente racista y clasista, y la palabra de un negro no vale lo mismo que la de una rostro pálido. Todo el mundo está dispuesto a creer la versión de quien tiene más categoría social. Lo mismo que lo que ha pasado, al parecer en Pamplona, donde la palabra de un militar y la de un guardia civil, de hecho dos autoridades aunque sean de bajo grado, dos personas con permiso de llevar armas de fuego, no ha valido tanto como la palabra de una chica de dieciocho años que no es nadie. ¿Habría pasado lo mismo si la violada hubiera sido Cristina Cifuentes, Soraya Sáenz de Santamaría o la reina Leticia? Es una interpretación, de acuerdo. Pero aquí todo el mundo interpreta y yo, al menos, explico todo lo que sé y mis razones.