Ahora que salen sus memorias fijémonos en el lenguaje que gasta. El lenguaje te delata como un reguero de sangre delata a un asesino. Y la verdad es que Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno, es un curioso fenómeno lingüístico que no deja a nadie indiferente con tantos asesinatos a la lógica y a la gramática que lleva acumulados en su biografía. Probablemente nos fijamos en su peculiar personalidad gracias, precisamente, a la manera que tiene de hablar. Cuando era vicepresidente del Gobierno y, ante la catástrofe ecológica del Prestige, creyó conveniente que de lo que tenía que hablar era de los famosos "hilitos de plastilina", con hilarante gesto de gran solemnidad técnica, de capitán de barco que tiene la situación bajo control. Siempre se ha presentado como un moderado político pero es sólo una exageración más. En realidad es más duro y radical que José María Aznar. Nadie auténticamente moderado tiene la osadía de ser tan abusivamente espontáneo en contra de la lógica. O tan animal, según se mire. Suya es la frase: “Quien me ha impedido cumplir mi programa electoral es la realidad”.

A medida que fue acumulando poder incrementó la exhibición de sus capacidades expresivas. Todo el mundo recuerda el famoso discurso que describe cómo los vecinos de un municipio escogen al alcalde o la sentencia de experto conocedor del barro: “La cerámica de Talavera no es cosa menor, dicho de otra forma: es cosa mayor”. No hay nada que hacer, al expresidente le gusta mucho el lenguaje sentencioso y presume de los conocimientos más inesperados y sorprendentes. Como cuando proclama que “a veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, que también es tomar una decisión” o cuando cita a Galileo: “Como decía Galileo, el movimiento siempre se acelera cuando se va a detener”. O cuando hace una pregunta a los de Podemos: “¿Ustedes piensan antes de hablar o hablan tras pensar?”. El varapalo que, por ejemplo, dedicó a Pablo Iglesias durante la primera moción de censura, es digna de los mejores destructores del lenguaje humano: “Cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo, beneficio político”. Dígala varias veces. Nunca la acabas de valorar lo suficiente, por mucho que la repitas, por mucho que la estudies. No falta ni sobra nada, es una frase sencillamente perfecta e imposible de imitar como imposibles de imitar son los grandes hallazgos de la creación humana. Y es que Mariano Rajoy fue también el creador de un personaje importantísimo del discurso político español, bañado por la cursilería populista y popular, un personaje sin nombre conocido como "la niña de Rajoy", una imaginaria ciudadana, menor de edad e idílica, a la que quería dedicar ingentes esfuerzos como presidente del Gobierno.

Teniendo en cuenta que oficialmente trabaja como registrador de la propiedad y, que tampoco es un trabajador muy acreditado, hoy sorprende bastante que haya sido capaz de escribir solito un libro de memorias políticas. Probablemente habrá recibido ayuda. El libro es tan seco y escaso que, no hay que dudarlo, se deja fuera la vena surrealista y enloquecida del personaje, lo mejor del personaje, la experiencia humana del poder de alguien que aseguró que “para mí, ser presidente del país es la pera”. Lo que sí recoge es el lenguaje sentencioso y pomposo de Rajoy, el lenguaje de una España grandilocuente y miope que ridiculizó Pedro Muñoz Seca en La venganza de don Mendo. Don Mendo Rajoy, cuando habla del conflicto catalán no demuestra ninguna empatía, ninguna comprensión, no se siente presidente del gobierno de los catalanes de ninguna manera, en ningún momento. Encontramos, eso sí, las conocidas muestras de soberbia española: "tamaña desfachatez", "cúmulo de ilegalidades y tropelías", etcétera.