Una vez conocí a una política guapa y jacarandosa que también actuaba cotidianamente como si tuviera todo tipo de privilegios. No teorizaba sobre ellos, los ejercía. En el departamento oficial, público, donde era la máxima autoridad, no solo tenía un sueldo excelente, dietas y coche oficial, también coleccionaba las películas y suplementos que regalaban los periódicos a los que estaba suscrita la oficina. De modo que, con el tiempo, se acabó formando un pequeño conflicto sordo, un determinado dilema moral con las intrépidas trabajadoras de la limpieza. Mientras que la política actuaba como si aquellos diarios, pagados a cargo del presupuesto público, fueran sus bienes y cada día los examinaba externamente con detenimiento, quedándose solo los deuvedés de cine o cursillos de inglés o fichas de cocina que le apetecían —regalando a sus colaboradores y colaboradoras los que no le convencían—, las señoras de la limpieza también creían tener derechos consuetudinarios bien establecidos. Cuando la oficina se cerraba al público, hacían su aparición las señoras limpiadoras, las cuales se lanzaban sobre la prensa con tal deleite que no era ni informativo ni ilustrado. Ya que ellas no estudiaban inglés buscaban solo los cupones emitidos por los rotativos y con los que contaban hacerse toda una batería de cocina o adquirir un secador para el pelo, unas toallas también. El usufructo de los regalos ofrecidos por la prensa estaba en cuestión y he aquí que no quise saber el final de aquella historia. Lo que me sorprende aún, pasados los años, es la aversión sistemática de aquella gran señora política a rascarse el bolsillo, incluso por algo tan modesto como el ínfimo precio de un periódico. Del mismo modo que me sorprendía el director de una biblioteca pública, no diré su nombre, que siempre participaba a título personal en los clubes de lectura de la institución que gobernaba. Actuaba también como si los libros fueran suyos y, de este modo, los socios de la biblioteca ya sabían de antemano que no podían disponer bajo ningún concepto de los volúmenes que se comentarían en las sesiones del club. Si la biblioteca disponía de los títulos debían ser para uso exclusivo del bibliotecario mayor de aquel reino, se los reservaba haciendo uso, naturalmente, de la información privilegiada sobre las actividades del centro.

Dicho esto no me sorprende en absoluto que el señor marido de María Dolores de Cospedal haya embarcado en el buque Juan Sebastián Elcano para tomar el aire de mar durante cuatro días de nada, pobrecito, en un viaje destinado originariamente al público anónimo, a la gente como se dice ahora. Ni que el señor Rajoy utilizara el coche oficial y la gasolina pagada por el presupuesto oficial para ir a declarar a un juzgado, no como presidente del Gobierno sino como simple ciudadano, precisamente por la corrupción de su partido, por estirar más el brazo que la manga. Tampoco me ha extrañado que el ministro de Asuntos Exteriores, el señor Alfonso Dastis, haya usado la casa y el coche oficial del embajador de España en Ecuador para sus vacaciones familiares y privadas. Se ve que es muy fácil acabar haciendo patrimonialización personal de lo que no es tuyo, a mí mismo me pasó, según parece. Cuando, de vacaciones en Túnez en 2011, me estalló la revuelta contra Ben Ali en las narices y temí por mi vida, asustado, llamé a la embajada española. Nunca lo hubiera hecho. El aeropuerto internacional estaba cerrado pero como veía aviones militares franceses, ingleses y alemanes evacuando a sus connacionales pensé en pedir ayuda, que al menos me podrían proteger. Por teléfono un señor muy enfadado de la embajada me dijo que me las arreglara yo solito porque el mío era un viaje privado y que quién demonios me había creído que era yo, demonios. Exactamente no dijo "demonios", pero dejémoslo aquí.