“Éste es un oficio de pillos”, oí decir al periodista Lluís Foix en cierta ocasión que presumía de sabio, de máximo experto de cómo funciona realmente el mundo, de coleccionista de todos los secretos de la profesión. Y, efectivamente, el pillo, el cuco, el avispado, siempre ha abundado en los medios de comunicación, convencido de que es más pícaro y mejor que sus compañeros, que el derecho a la información de la opinión pública no es más que palabrería, pura música celestial para ir llenando papel y más papel. Desde esta perspectiva, el periodista taimado, el pícaro, administra la información de acuerdo con sus propios intereses personales, la orienta para favorecer determinadas personas o la esconde si es conveniente. Sin vergüenza ni independencia que valgan. Algún tiempo después pude comprobar que aquello no era una simple teoría. Cuando habían transcurrido meses del fogonazo del caso Pujol y ya había quedado claro y confirmado que el antiguo presidente de la Generalitat era una figura política irrecuperable e indefendible, Lluís Foix publicó un jugoso artículo. Afirmaba negro sobre blanco que años antes de que nadie hubiera publicado nada sobre los tejemanejes de Jordi Pujol Ferrusola con las comisiones de obra pública, el viejo periodista no solo lo sabía todo, sino que incluso lo había comentado abiertamente con el presidente Pujol, quien los había admitido. Qué gran servicio al país hubiera sido aquel artículo si Foix lo hubiera publicado inmediatamente. Qué otro Watergate para la sociedad libre. Pero hay que disculparlo. Débese comprender que la moral campesina del pícaro, del sietemachos de casino de provincias, no solo es indigna, también es limitada. Solo sirve para ir tirando en tiempos de paz social, sosegados, de buenos alimentos y digestiones largas, al aire libre. Para jugar al juego de las ocho diferencias entre el PP y el PSOE. ¿Qué se puede esperar de un periodista que suele versionar artículos de prensa extranjera como si fuera el único que supiera idiomas? ¿Qué se puede esperar de un periodista que llama “amo” al propietario del periódico en el que escribe, como si el feudalismo aún estuviera vigente? ¿Qué se puede esperar de quien se cree tan y tan listo, uno de los pocos inteligentes, injustamente rodeado de cretinos?

Hoy, sin embargo, estamos en tiempos de cambio, de internet y de revuelta social. Todo lo que había sido posible y, incluso habitual, en el pasado, ya no tiene vigencia. Cuando Foix, hace pocos días, escribe en su diario que el juez Llanera ha enviado a prisión a la mayoría de los líderes independentistas porque “ha optado por hacer una interpretación muy estricta de la ley”, lo que pasa es que pierde la poca credibilidad que le quedaba y empieza a ser cómico. La opinión pública sabe perfectamente que la cuestión no es especulativa ni interpretativa, sino política y represiva. Cuando Foix sostiene que “lo más inteligente —dice el Foix el Cuco: inteligente— sería buscar una nueva mayoría que permitiera gobernar, levantar el 155, recuperar la Generalitat y las instituciones catalanas”, es imposible creerse ni una sola palabra. Y menos aún cuando cita como argumento de autoridad a un sabio de profundidad oceánica como Joan Tardà y a un político tan respetado como Xavier Domènech. De M. Rajoy a Artur Mas, pasando por Pere Aragonés y Miquel Iceta, parece que casi todo el mundo de la clase política se ha puesto de acuerdo en ser inteligente, inteligentísimo, muy sabio, muy listo. Casi todo el mundo de la clase política se ha puesto de acuerdo en escupir sobre la voluntad popular expresada en las urnas, la que señala a Carles Puigdemont como el único presidente legítimo. Como si la sociedad catalana, independentista o españolista, no tuviera una información independiente y contrastada gracias a la red. Como si no existiera un poderoso río subterráneo, un clamor popular que no piensa ceder y no se siente ni derrotado ni asustado por la represión que comenzó el primero de octubre y que los políticos independentistas atemorizados, los sonámbulos, no tienen ni la fuerza ni la moral para detener.

Esther Vera, directora del Ara, reclamaba recientemente que “se necesitan liderazgos nuevos”, como si los dirigentes políticos se pudieran improvisar y como si Puigdemont no estuviera hoy bajo la custodia de las autoridades slesviguesas. Y acusa a los partidarios del presidente encarcelado de desgastar al país, de poner en riesgo la transversalidad del movimiento soberanista y, en definitiva, de poner en peligro la escuela, la policía y los medios públicos. Si esto fuera verdad yo me encarcelaría a mí mismo por traidor. En realidad, sin embargo, es la vieja teoría que simula que se quiere ampliar la base del independentismo con Xavier Domènech y Miquel Iceta. Domènech ya habla alegremente del primero de octubre como si hubiera sido cosa suya. No, lo que se está preparando no es la evangelización soberanista de los comunes y de los socialistas. Lo que se prepara son las elecciones municipales en las que algunos independentistas quieren pactar con los partidarios de la unidad de España y del artículo 155. Solo con los de izquierdas, alto. Se ve que los españolistas de izquierdas son mejores que los de derechas. Pedro Sánchez lo demuestra cada día que abre la boca. Me gustará mucho ver cómo estos pícaros, los que se creen tan listos, tan cucos, nos piensan convencer.