El mejor camino para lograr la independencia nadie lo conoce y, en cambio, todo el mundo tiene sus propias ideas, irrenunciables y estupendas. Los de Esquerra Republicana piensan que sólo ellos tienen suficientes entendederas y la estrategia ganadora para llegar a la soberanía nacional de Catalunya. No hay razones objetivas para pensar lo contrario, ciertamente. Pero es que los del PDeCat sostienen exactamente lo mismo y que nadie ahora les vendrá a decir cómo llegar a Ítaca, cuando son los que han gobernado más tiempo Catalunya. De acuerdo, también en eso. Los de la CUP cuatro cuartos de lo mismo, a su manera. Y aún hay que añadir a los partidarios del presidente Puigdemont afirmando que la personalidad singular e irreductible de Carles el Sagaz es el mejor pasaporte para lograr el anhelo de todo un pueblo. A veces el esfuerzo combinado y contradictorio de todos estos agentes políticos parece el de un grupo de amigos, conocidos y saludados dentro de un humilde utilitario, peleándose a tortazo seco por llevar el volante, para escoger a gritos la mejor ruta que les lleve sanos y salvos al destino previsto. Ya podemos tocar el claxon o intentar hacerles entrar en razón que ellos están distraídos en su conflicto. La unidad de acción del independentismo político, efectivamente, no se ve por ningún lado y la absoluta falta de coordinación y de solidaridad entre los protagonistas de la secesión ha hecho pasar mucha vergüenza a sus votantes, que miran al cielo resignados. José María Aznar ya pronosticó que antes se rompería Catalunya que España, pero lo cierto es que ni la una ni la otra no acaban de romperse lo suficiente y lo que abunda es el imperio de la confusión.

En Madrid ahora está pasando exactamente lo mismo. Aunque el uso del poder y del dinero son un aglutinante más poderoso y resistente que la aleación de los metales no todos los salvadores de España tienen la misma estrategia. Puede que piensen esencialmente lo mismo pero también discrepan en el método. Cada día parece más claro que el juez Pablo Llarena tiene una forma contundente de abordar el conflicto independentista, y que no acaba de coincidir necesariamente con la estrategia política del Gobierno del Partido Popular ni con la desbocada competición españolista que han iniciado otras personalidades políticas, como Albert Rivera o Pedro Sánchez, en busca de votos para las elecciones municipales que se aproximan. La instrumentalización política de la justicia no parece muy eficaz si se analiza desde una perspectiva europea, y en ello el esfuerzo del presidente Puigdemont para internacionalizar la causa catalana está dando destacables resultados. El relato españolista ha entrado por primera vez en flagrante contradicción; porque no es posible que el último Govern hubiera hecho malversación de fondos durante el uno de octubre y que, al mismo tiempo, la súper vigilancia interventora del ministro Montoro no hubiera actuado eficazmente. Cristóbal Montoro no interviene por casualidad y no sólo está defendiendo la gestión de su equipo, lo que está haciendo, sobre todo, es seguir las indicaciones de M. Rajoy, un político que cambia de opinión cuando conviene y que, si puede, evita ensuciarse las manos.

Dicho de otro modo, que mientras la ministra alemana de Justicia no ve ningún delito de rebelión, el presidente del Gobierno español sostiene que tampoco ha habido malversación de caudales públicos por parte de la administración Puigdemont. O sea, que recogen velas, vaya, o que quieren recoger velas. Probablemente porque el descrédito internacional de España es enorme, porque el precio que tendría que pagar el Estado es inasumible, contrariamente a los cálculos previstos por el oracular Alfredo Pérez Rubalcaba. Quizás éste es el camino que debe aprovechar ahora el independentismo.