La vida es demasiado corta para perder el tiempo en según qué paridas, absurdas, pero es que nos obligan. Paridas despojadas de lógica y que, por tanto, sólo sirven para sembrar el pánico entre el personal, para entronizar la arbitrariedad, el sin sentido, para recordarnos la peor pesadilla de Franz Kafka, sí, lo habéis adivinado, el de la terrorífica burocracia judicial, el de la justicia completamente desvinculada de la realidad, del humanismo, del sentido común. Los políticos siempre son criticados pero, como se presentan a las elecciones, al menos, los más responsables y honrados, tratan de no desvincularse demasiado de la gente y de tener un poquito los pies en el suelo. Los jueces españoles, a diferencia de los estadounidenses, como que nunca deben presentar cuentas con el pueblo soberano —de quien emana la legitimidad de la justicia— viven altivos y despreocupados. Se creen dioses en su mundo celeste y superior, supremo, en su propia realidad paralela, en su propia, exclusiva, Luna particular, en sus propias fantasías grandilocuentes. Sí, estoy de acuerdo con Albert Pla, que si para conducir un simple coche hay que pasar un control antidrogas, para llevar un país, con mucho más motivo, habría que saber qué sustancias consumen o no consumen los miembros del Ejecutivo y del Parlamento. Y por esos mismos motivos también me gustaría saber, porque yo pago toda esa fiesta, si jueces y letrados, si todos esos trabajadores públicos y representantes legales, van o no van al trabajo bajo los efectos de los estupefacientes. O si van al trabajo y realizan su trabajo con una salud mental deficiente o manifiestamente mejorable. Si, para hacer de profesor, te obligan a conseguir un certificado que diga que no tienes antecedentes penales como pedófilo, para hacer de juez, de fiscal, de abogado, sería adecuado poder acreditar que no se está como una campana, como una cabra, si no tienes que pasarte por unos grandes almacenes y comprarte alguna prenda de moda, monísima, en la sección de camisas de fuerza.

Ayer condenaron a Ana Julia Quezada, la asesina del malogrado Gabriel Cruz, la perversa mujer que mató a un pobre niño indefenso. Ningún castigo no parece suficientemente severo para esa persona tan cruel y falsa, pero hay que tener cuidado con jugar al juego de las apariencias, con abusar de ciertos argumentos, con las humillaciones innecesarias, con ejercer una justicia más emocional que ponderada. Es justo que se la condene a la máxima pena, estamos de acuerdo, pero el abogado de la acusación, el señor Francisco Torres, tal vez se podría haber ahorrado hacer referencia al físico, en la cara de la acusada, a la “cara de asesina fría y sin escrúpulos” porque si los criminales llevaran escrito su crimen en la cara, como Caín, el trabajo de la policía sería bastante más fácil de lo que es en realidad. La justicia no juzga caras sino hechos. Un juicio no es un concurso de simpatía. No sabemos qué conocimientos de historia tiene este letrado, pero lo cierto es que se dejó llevar por el principio del melodrama y por el exhibicionismo cuando sostuvo que: “si hubieran estado en la Edad Media la habrían roto en pedazos”. “No puede estar en la calle porque matará a más niños, y estoy convencido de que Gabriel no es el primero”, añadió, y tenía todo el sentido hacerlo y expresar sus temores. Pero las fábulas de La Fontaine y las historias terroríficas de los hermanos Grimm, con ogros, infanticidios y brujas, nunca pueden ser el referente cultural que se ofrezca al jurado, un conjunto de supersticiones arcaicas en contra de las mujeres asesinas, connotado mucho más negativamente porque se trata de una mujer y no de un hombre. Es una asesina, no una bruja. Los tribunales ya no juzgan brujas. El abogado concluyó que la acusada “no tiene derecho a respirar el mismo aire que nosotros”. Y ya que, de momento, el aire todavía es libre, y para todos, también para el señor Urdangarin, para los presos islamistas, para los narcotraficantes encarcelados, la juez no debería haber permitido que se hicieran, públicamente, estas proclamas subrepticias a favor de la pena de muerte durante la vista de un juicio. La pena de muerte es tan ilegal como el asesinato, mientras no cambie la ley. El aire también es de los criminales. Nadie tiene derecho a negarle a nadie el derecho a respirar el mismo aire que respiramos los demás. Es por eso que ha sido condenada y será castigada la señora Quezada, precisamente por haber negado este derecho a respirar al pobre Gabriel. Muchos tenemos el corazón encogido, roto, por esta historia real. Pero la justicia no puede seguir la lógica cruel de los criminales.