Dos estrategias. Dos opiniones. Dos formaciones políticas. Dos personalidades. Dos maneras de entender la vida y el mundo. Dos líderes. Dos comportamientos. Dos ejemplos históricos. El del Dalai Lama y el de Nelson Mandela, para entendernos. O si queremos, Pío IX y León XIII. Hay quien piensa que, para defender una causa política, hay que hacerlo desde el exilio, hay quien piensa que hay que hacerlo desde la libertad de movimientos y de pensamiento. O que hay que hacerlo desde la reclusión, desde la prisión. No podemos olvidar que el confinamiento penitenciario, además de ser una cruel privación de la libertad, es una forma de intimidación del preso político, una manera de descomponer sus convicciones y de hacerle arrodillarse emocional y psicológicamente. De amansarlo. Naturalmente, no todo el mundo cae en el síndrome de Estocolmo y la mayor parte de los líderes políticos históricos que han sido encarcelados mucho tiempo, cuando pueden salir de la prisión, si es que salen, se afianzan aún más en sus convicciones políticas y en la militancia que los llevó hasta el calabozo. Pero ningún psicólogo, ningún amigo o familiar puede asegurar que, pasado el tiempo, la persona privada de libertad acabe siendo la misma que si no hubiera sido castigada. El ser humano evoluciona mentalmente con el tiempo de manera constante y la naturaleza represora, la simple pero enfática privación de libertad, modifica a las personas de una manera indeterminada e imprevisible.

No todo el mundo puede convertirse en Nelson Mandela aunque se lo proponga, aunque esté encerrado y sea un gran líder político. La gracia que tiene la vida, su gran qué, es que la mayor parte de las veces es imprevisible. Marcharse al exilio, en cambio, hoy no tiene nada que ver con lo que había sido antes, una forma de muerte civil, una manera radical de desaparecer y dejar de tomar el pulso político a la sociedad en la que se pretende incidir. Gracias a los medios de comunicación y a las nuevas tecnologías, hoy en día un exiliado político puede estar más presente en Catalunya que si viviera efectivamente en ella. Gracias a la comunicación del siglo XXI un exiliado puede estar perfectamente informado, puede ser perfectamente consciente de lo que está pasando en su país. Y puede influir, gracias a la libertad de movimientos y de pensamiento, a través de los medios, una sociedad. Me atrevería a decir que incluso mucho más que si viviera en esa sociedad. El president Carles Puigdemont es hoy una figura internacional, tan modesta como ustedes quieran, pero una figura internacional que conocen y divulgan todos los periodistas del mundo cada día. Oriol Junqueras es un prisionero político, un mártir del catalanismo, sin duda, pero menos significativo desde un punto de vista político porque está neutralizado en prisión. El Govern legítimo de Catalunya tenía que haber actuado de manera conjunta, con una única estrategia y se tenía que haber mantenido unido ante la represión de España. Tenía que haber tomado una decisión, una única estrategia y la tenía que haber mantenido. Cuando hablas con periodistas o con políticos de fuera de España, lo primero que les sorprende es eso mismo, la desbandada, la dispersión física de los miembros del Govern de la Generalitat. Deberían haberse mantenido unidos y si se dice que son el legítimo Govern, lo primero que se debería haber mantenido es la jerarquía, es decir, se debería haber seguido estrictamente la decisión del presidente. Pero es innegable que nuestro Govern legítimo tiene dos líderes y no uno. Y también es cierto que ante las nuevas tecnologías y los vaivenes de la política uno se llama Oriol Junqueras, historiador especializado en la economía del siglo XVII, y el otro se llama Carles Puigdemont, es periodista y parece que haya inventado Twitter.