Cuando llegas a Luxemburgo lo primero que te sorprende es la vulgaridad. Así como su suntuoso paisaje forma parte del universo natural e histórico de las Ardenas, con numerosos recuerdos del general Patton y de los hechos de armas contra la última ofensiva de los nazis, Luxemburgo, lo que se llama Luxemburgo, no deja de ser un lugar como cualquier otro, poca cosa. Es una especie de Gibraltar sin mar, que eso precisamente quiere decir la palabreja originaria Lucilinburhuc, 'pequeña ciudadela' o 'pequeño fortín', una especie de eco de lo que fue al otro lado del Mosela la ciudad de Tréveris , en Alemania, pero sin tener nada de comparable a la extraordinaria Porta Nigra dejada allí por los romanos, el Anfiteatro ni a la Basílica de Constantino el Grande o a la catedral de San Pedro. Luxemburgo nació como una fortificación más de un determinado tiempo de guerra y ahora, que de guerra ya no hay, es sólo una curiosidad, un paraíso bancario, parece que si no es el lugar con la mayor densidad de más bancos del planeta poco le falta. En mi vida he visto o intuido más bancos juntos, el negocio es tan floreciente como discreto y es el país con la renta más alta de todo el planeta. Es independiente de Holanda desde 1890, hace cuatro días como quien dice, cuando Antoni Gaudí ya llevaba ocho años en Barcelona con las obras de la Sagrada Família.

Fue en Luxemburgo, país de opereta, donde el editor españolista Juan Max Lacruz Bassols me dijo dos cosas en un perfecto catalán, de barcelonés pijo, que Jean-Claude Juncker era un superdotado y que Catalunya era un invento, una falsa nación. Pues muy bien. Precisamente me lo dijo allí, en Luxemburgo, indudablemente un excelente lugar para reflexionar sobre el poder del dinero y sobre la arbitrariedad de las fronteras. De Juncker ya sabía que era un pícaro y pensé que, pobre, en un lugar donde llueve tantos días y donde todo es tan gris el aburrimiento puede devenir fenomenal y, por supuesto, la afición al vino blanco se puede desatar como una tormenta. En compañía de Lacruz también pude apreciar la luxemburguesa altivez, la contundente altanería de quien se sabe inseguro, en una posición teatral, de guiñol, ese es el por qué del desdén insatisfecho con el que contemplan los problemas de los demás, sobre todo si proceden del Mediterráneo, de donde les vino la civilización romana y ahora les dan inesperados dolores de cabeza. Luxemburgo piensa en su bienestar material mientras que, por obra y gracia del imperialismo lingüístico de los francófonos belgas y franceses, está desapareciendo su cultura originaria, sus antiguas raíces germánicas y su lengua propia, como cualquier ciudad de provincias que dependa de París. Mientras aluden con gran ceremonia de una supuesta lengua luxemburguesa lo cierto es que todo el mundo habla y vive en francés. Una lengua que no es precisamente expansiva ni internacionalmente demasiado útil. Después tienen su segundo gran problema nacional, del que me pude enterar medio en secreto, pasando el Pont Rouge, un puente que comunica la vieja ciudad con el ensanche urbanístico de las instituciones europeas, un puente muy alto desde el cual los suicidas locales toman su última decisión. “Los datos de suicidios de Luxemburgo son escalofriantes, digan lo que digan las autoridades” me cuchichean con serio semblante.

No hacía ni un año que en Ámsterdam, en casa de un amigo fabulosamente rico e ingenuamente idealista, músico chill out a sus horas, me anunció que, como holandés, no entendía demasiado lo que nos estaba pasando a los catalanes, que no entendía qué le había dado ahora a su querida Barcelona. Que él era siempre partidario de eliminar las fronteras y de prescindir del dinero. “Sí, le respondí, efectivamente tus ideas son bienintencionadas, pero ¿te das cuenta de que todos los que sois ricos y estáis protegidos por una frontera, más allá de las palabras, jamás renunciáis a ninguna de las dos cosas?”.

(Continuará)