Verdugos, grotescos, incompetentes, vagos, arrogantes, mezquinos, linchadores, sicarios, tarados, inhumanos. En el bar en el que desayuno se oyen todo tipo de voces airadas, tronantes, todo tipo de epítetos duros, algunos aún más duros, que van acompañando las imágenes del juicio que se retransmite televisivamente con puntualidad complutense. Al fondo, el ruido permanente de las tazas, los platillos y los vasos, la tostadora de café, el tintineo de las monedas sobre el mármol, el carraspeo sistémico de los fumadores de caliqueños, el ruido inhumano que producen los líquidos calentados mecánicamente. Y no, no se parece a cuando los parroquianos están viendo un partido de fútbol, cuando también sueltan la sin hueso y se desahogan a gritos. Al menos dentro se está caliente, de fuera no se puede decir lo mismo. El juicio político de los representantes del independentismo ni hace reír ni despierta ninguna ilusión, esperanza feliz, ningún sueño. Incluso hay personas que no quieren mirar directamente a la pantalla, que quieren estar al tanto de lo que ocurre en la vista pero que les molesta la imagen del televisor. Si no estuviéramos hablando de un proceso penal que condenará a prisión, durante años y más años, a doce presos políticos absolutamente inocentes, sería divertido todo este despropósito. Pero la vida robada de los demás no hace gracia. Y menos aún cuando se sabe que los doce inocentes están donde están por querer llevar a cabo un compromiso electoral con los ciudadanos. Que están donde están por ser los representantes de Catalunya.

A medida que se va desarrollando la cuarta sesión del juicio, el público constata, sin necesidad de conocimientos específicos, que la tendencia indolente del pasado jueves se confirma. Los fiscales no se han preparado mucho las acusaciones, no tienen demasiado controladas las pruebas incriminatorias, pierden y no encuentran los documentos que deben ser exhibidos en la sala, tienen poca convicción. Cuando, de improviso, se aporta un acuerdo del Govern de Catalunya como prueba de la acusación, en realidad, todo el mundo constata que el fiscal no tiene conocimientos de lengua catalana y tampoco recibe el auxilio de ninguna traducción ad hoc. Que no sabe lo que está presentando, vamos. De manera que es el propio acusado, el honorable Jordi Turull, quien no sólo no espera que la acusación demuestre su culpabilidad, sino que acaba haciendo de traductor improvisado del documento que exhibe el fiscal para encerrarle muchos años en prisión. No, señores, recuerda el honorable Turull, la convocatoria de un referéndum no es una actividad ilegal y, aún menos, criminal. De hecho, expresamente, fue borrado este supuesto del Código Penal —el 21 de abril de 2005, con 191 votos a favor y 113 en contra— y, hoy, con la ley en la mano, la convocatoria de un referéndum “no merece reproche penal”. ¿Hubo desobediencia, entonces, al Tribunal Constitucional? Es discutible. Pero no tanta desobediencia como la que el Gobierno de España ha perpetrado al ignorar sistemáticamente varias sentencias de la institución togada. Al fin y al cabo, un gobernante no puede actuar al dictado del Tribunal Constitucional, el cual no es el único posible intérprete de la ley. Si el gobernante hiciera siempre lo que manda el intérprete de la Constitución, entonces estaría subordinando el poder político y ejecutivo al poder judicial. Y el honorable Turull es miembro de un Gobierno y no un conserje. Tiene derecho a discrepar y de actuar políticamente en contra de un organismo político. Tan saturadamente político como lo es el Tribunal Constitucional.

Este juicio es una comedia, una cortina de humo. No hay delitos y lo sabe todo el mundo, los de la defensa, pero también los de la acusación. Es una tomadura de pelo, un fraude. Hay corresponsales de todos los medios de comunicación del mundo, expertos en leyes, grandes periodistas, preocupados por lo que pasará en el Tribunal Supremo español, pero en el bar de pueblo donde escribo esta crónica, la impresión generalizada es que la sentencia ya está escrita. Y que será una sentencia edificante, muy dura, para escarmentar para siempre al independentismo. Dicen que no es un juicio de castigo sobre la colonia catalana. Pero de hecho no saben ni pronunciar el nombre del honorable Turull. No son nuestros jueces, son los jueces de un poder colonial que desconoce la lengua de los administrados. Un poder colonial que, a través del encarcelamiento, ejerce un crimen contra la humanidad, la persecución de todo un pueblo a través de sus representantes políticos. Hay persecución por motivos políticos e ideológicos, identitarios, tal como los define el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. ¿O qué es lo que estaban haciendo cuando clamaban ‘a por ellos’, ‘a por ellos’? Un grito de guerra contra los catalanes que también es el nombre de una red de wi-fi en el Tribunal Supremo de Madrid.