Darle la razón a un fanático, aunque la tenga, es contribuir al fanatismo, a los insultos que propaga, a su escoria mental, a su intolerancia, a su intransigencia. El escritor que tropieza y se cae de morros en el lodazal profesional no necesita de un grupo de personajes enloquecidos, los cuales, para sentirse mejor, para llenar sus frustraciones, para olvidarse un rato de su dimensión pigmea, se mueren de la risa, de una risa de hiena y de supremacismo fecal. Y no, no es cierto que en esta sociedad quepa todo el mundo, no podemos convivir con todo el mundo, ni con los violadores de la Manada ni con los linchadores de las redes sociales, ni con los valientes que se esconden tras el anonimato cibernético, ni con los calumniadores desinformados, ni con los destructores del adversario político al que quieren eliminar como enemigo, indefinidamente. La cabeza del fanático descabezado sólo entiende de oposiciones puras, de blanco y de negro, de derecha e izquierda, de España y de Catalunya, del Madrid y del Barça, de los suyos y de los demás. El diálogo no existe para estas personas que convierten el intercambio de opiniones en un crudo pugilato verbal, en una obsesiva espiral de confrontación que es el principio de la guerra. El juego siempre es el mismo. Ellos sí a todo y los demás no a todo. Es muy simple y muy tramposo. Traicionar la democracia, la cultura y la civilización es dar honradamente la razón a un fanático, porque la razón, de hecho, le es absolutamente igual, en realidad lo que quiere es eliminarte y quedarse solo y imperial dominando el terreno de juego, despersonalizar, disminuir a las personas que piensan diferente. El fanático tiene una armadura que impide que le llegue ninguna idea nueva, ninguna lógica, ninguna contradicción o paradoja, se siente seguro en su lata de intolerancia. El fanático va a muerte y llama a la muerte, también a la muerte del tiempo, al anacronismo, a la rivalidad de la selva que en nuestra sociedad moderna se ha visto superada por la evolución, por la colaboración y el entendimiento, por la concordia. Cuando no se quiere dialogar con los que pensamos diferente, de alguna manera, se nos pretende borrar del mapa. Cuando se nos exige que renunciemos al diálogo se nos pide que seamos como ellos o que desaparezcamos. Y, no, no pensamos dejarnos matar, ni permitir que se nos borre de la vida pública. Los descontentos y los disconformes con la actual situación política estamos aquí para combatir el fanatismo y la arbitrariedad. Y no, no hay ni habrá normalidad mientras no se reconozca el derecho a la autodeterminación del pueblo de Catalunya. El derecho a decidir.

Decía 1999 mi maestro Francisco Umbral, conspicuo anticatalanista y, sin embargo mi amigo, que “el nacional jamás falta a su palabra, y cree que eso le honra. Identificamos palabra con hombría y con la hombría no se juega. Por todo lo cual las elecciones están de sobra en España, la democracia es aquí un lujo innecesario. Un español es ya toda la vida lo que fue de pequeño, rojo o azul. No se trata de conductas, sino de etnias. Y ya de mayor no vas a cambiar de etnia. En la derecha es peor, porque no es que uno se haga conservador o legitimista, sino que se nace conservador o legitimista, se lleva en la sangre. La idea política es para nosotros como el Rh.” Esta sinceridad en el retrato del fanático hoy la echo de menos en el españolismo rampante que se desespera y que agrede tanto como puede. Quiere mantenerse intolerante, dictatorial, para mantener su superioridad, pero a la vez, quiere ser también democrático, que viste más, que en Europa es imprescindible. Pero se da cuenta perfectamente, como decía hace pocos días José María Aznar, que por el camino de la democracia lo tiene perdido, que la mayoría independentista gana siempre las elecciones en Catalunya. Y no, el independentismo no es idéntico a los partidarios de la santa unidad de España, no es fanático, ni es uniforme ni visceral como demuestran las mil y una discrepancias públicas y privadas que hay entre la CUP y el partido del presidente Puigdemont, entre el PDeCat y Esquerra Republicana, entre los políticos profesionales separatistas y sus electores. No, no podemos dar la razón, aunque la tenga, a quien se niega a un diálogo honrado, abierto y sin condiciones. La democracia, como el diálogo, también tiene sus reglas de juego, al margen del fanatismo.