Cuanto más incompetente es un individuo o un organismo, más confunde los límites entre su trabajo y el trabajo de los demás, y vive en una nebulosa. Como, de hecho, se da cuenta, aunque sea de forma inconsciente, que no realiza en absoluto la tarea que debería realizar, por esa misma razón y porque acaba teniendo mucho tiempo libre, va donde no le llaman. Así el portero ocioso, verbigracia, que no barre su portal, en cambio, tiene tiempo para resolver los problemas sentimentales de todo el vecindario. O el estudiante que no estudia se pone a diseñar, desinteresadamente, las alineaciones de varios equipos de fútbol como si fuera un consumado entrenador. A los jueces les pasa lo mismo. Cuando no son competentes para una causa, son capaces de sentenciar sobre el sistema métrico decimal e, incluso, sobre la combinatoria cromática en los nuevos vestidos de la colección primavera-verano de las Galerías Lafayette. Empiezan declarándose competentes para hacer un juicio político, como el que se está realizando en la sala segunda del Tribunal Supremo, sobre unos hechos sobre los que ya se han pronunciado varios tribunales europeos y, después, ya se atreven con todo. Un asesinato es asesinato aquí y en Canadá, sobre esto deben trabajar y trabajan los tribunales de justicia. Un conflicto sobre la propiedad de un galeón español lleno de monedas de oro, recientemente descubierto por unos submarinistas, también es un asunto en el que debe intervenir el tercer poder. Pero cuando se trata de dictaminar sobre actuaciones políticas, sobre referendos organizados por la administración ordinaria del Estado en Catalunya, eso que llamamos de manera generosa Generalitat, sobre conflictos de índole política, los jueces deberían proclamarse incompetentes y muy atareados.

Cuando, por ambición y arrogancia cuartelera, como en el caso del juez Marchena, el padre de la nena, se acepta ser el novio en la boda y el muerto en el entierro, hete aquí que se hace el ridículo más ruidoso, como en la sesión de ayer, que fue un auténtico escándalo, una pérdida de tiempo en cuestiones burocráticas y formales. Una malversación del dinero del contribuyente. El Tribunal Supremo tiene tiempo para pasarse todo el día haciendo ver que hace algo de provecho cuando todos pudimos ver que sólo fue una táctica dilatoria para distraernos. Eso sí, ese mismo Tribunal Supremo tiene tiempo, en cambio, no sólo para avalar la suspensión que se produjo del Govern del president Carles Puigdemont a través de la aplicación abusiva e ilegal del artículo 155 de la Constitución Española, también tiene tiempo para presumir. Es una decisión previsible. Lo que ya no lo es tanto es la argumentación absolutamente abusiva, improcedente, incompetente, propia de quien se mete donde no le llaman. Una cosa es apoyar, como tribunal político, las decisiones represivas del Gobierno de Mariano Rajoy. Y otra muy distinta es sentenciar que Carles Puigdemont dejó de actuar “desde la lógica”. Una institución que hasta hace cuatro días tenía colgado un crucifijo en la sala de plenos donde se desarrolla el juicio, un tribunal que, a veces, no encuentra las pruebas, o las fotocopias o los documentos gráficos, que no lleva un control de los testigos y alguno ha querido declarar dos veces, un tribunal que hasta ahora no ha dejado ver los vídeos, un tribunal que nos hace perder días y más días en minucias, ¿ahora ése alto tribunal se siente legitimado para hablar de lógica? ¿Qué lógica? ¿La lógica que les ha llevado a prohibir incluso el color amarillo? ¿Qué ponderación y mesura, qué prudencia y equilibrio, tienen estos hooligans de la arrogancia suprema que quieren determinar también lo que es lógico y lo que no es lógico?