Un buen escándalo sexual es la mejor manera de celebrar el ocho de marzo. De aprender cómo está hecha la naturaleza humana más allá de las proclamas políticas. Cuando un periodista, especializado en el caso Palau, dijo un día en la televisión que lo explicaría todo sobre la corrupción de Fèlix Millet y Jordi Montull excepto la parte sexual, pensé que era un error, que algunos códigos deontológicos de la prensa más hipócrita se estaban imponiendo entre nosotros. Y en este caso, erróneamente, que el ojo del huracán de aquella tormenta, de todo aquel delirio de dinero y poder, conocido como caso Palau, el ojo de la cerradura por donde podemos mirar a la cara a la auténtica corrupción, era a través del sexo, solo era posible si entendemos que la depredación sexual, la impunidad sexual, es el centro de todo nuestro problema. El poder sin contrapoder, es decir, el abuso del poder, lleva inevitablemente a estimular la parte más reptiliana del cerebro humano, lo que busca lo que los antiguos romanos llamaban Afrodisia. No solo es un tópico que los emperadores de Roma fueran dibujados como unos señores con un racimo de uva en las manos, presidiendo un enorme festival de sexo y de violencia. No es ninguna exageración poética que la película Il divo, de Paolo Sorrentino, dé tanta importancia al delirio erótico en su apasionante, veraz, retrato de la Italia de Giulio Andreotti. Hay psicólogos que afirman que hay personas que hacen política, no todas, lógicamente, porque buscan dinero. Otros que buscan poder. Y otros, sexo. Lo más curioso de todo, es que en algunos casos que han trascendido, los tres alicientes se mezclan, se confunden y ya no podemos discernir cuál es el más importante. ¿Algún día nuestra sociedad tendrá el valor de explicar el porqué de la corrupción de Jordi Pujol desde esta perspectiva, más respetuosa con los hechos contrastados y conocidos?

Los famosos escándalos de Dominique Strauss-Kahn, de Woody Allen, de Plácido Domingo, de Harvey Weinstein, de Bill Cosby, de tantos y de tantos otros, nos dan a entender que nuestra sociedad tiene un grave problema con las personalidades que acumulan poder y que la ejercen sin límites. Y que solo la prensa anglosajona tiene, hoy por hoy, el valor de encararse a ellas. En nuestro país los periodistas nos encontramos ante un dilema terrorífico. Si callamos podemos parecer cómplices. Y si hablamos podemos parecer inquisidores. Un buen lío, en definitiva.