Los comunes tienen un sentido común tan común que a la hora de la verdad, en el Ayuntamiento de Barcelona, se han entendido antes con Manuel Valls que con los independentistas. Dónde vas a parar, Ada Colada, el independentismo sólo tiene voto popular y el antiguo primer ministro de Francia tiene otra cosa más importante, tiene poder, un poder pequeñito, de acuerdo, pero es el representante del poder, del poder auténtico, del que no tiene nada que ver con las elecciones, ni con las instituciones democráticas. Es el poder de toda la vida, el químicamente puro, el que hace que hoy le abran todas las puertas a Xi como antes se las abrieron a Gengis Kan, a Calígula, a Napoleón, a Leopoldo II de Bélgica, a Stalin, qué se yo, a Jakob Fugger, el hombre más rico de su tiempo. No es equivalente a la riqueza sino a la capacidad de intimidarnos, de hacernos ir con cuidado, o a dejarnos gobernar o someter o manipular. El gran poder es lo que todo el mundo desea y consigue muy poca gente, la influencia necesaria para transformar la realidad, para hacer posible lo que antes no lo era, como la situación de una gran ciudad. El poder es cuando Donald Trump te sienta en tu sitio. El poder es muy agradable cuando lo tienes y detestable cuando te la imponen. Probablemente, por ello, podemos dibujar con rotulador un contraste radical. Los hombres y mujeres del mundo antiguo, del universo mental que hizo posible la construcción de las Pirámides, creían en los beneficios protectores de la sumisión a un poder. El amo es bueno incluso cuando nos pega una paliza, afirman algunos. Y, en cambio, el ser humano contemporáneo confía más en la pulsión de libertad. La libertad ha hecho de la sociedad humana lo que es hoy, la más desarrollada, la más rica y la menos injusta de la historia. El hombre moderno renuncia a mandarle a nadie a cambio de no ser mandado, de poder hacer lo que le parezca sin tener que dar cuentas a la superioridad. El hombre moderno ha conseguido, de manera precaria, un cierto individualismo, en contraste con la tribu y el gregarismo. Hay un antiguo adagio que se interroga en voz alta: “quien manda más que el que manda?” La respuesta cae a peso, como un plomo: “quien hace lo que le da la gana”.

De ahí, probablemente, que algunos adoremos la figura histórica de Carles Puigdemont, de Carles el Grande. Quizás fue un gestor mediocre, quizás no selecciona bien a sus amigos, tal vez tiene muchos defectos como político, vamos a suponer que sí, que sus detractores tienen toda la razón. Pero es el único político que hemos conocido que ha rechazado arrodillarse ante el poder y lloriquear, el único que no nos quiere dar penita. El único que ha hecho un fenomenal corte de mangas a los intereses creados de la clase política, a la conveniencia, a las prácticas mafiosas, a los poderes fácticos, al mercadeo con las ideas y las naciones. Es el único que ha antepuesto la dignidad al sentido común de los comunes. Es el único político que, como presidente de Catalunya, como representante democrático del país, ha experimentado una repugnancia insalvable y no ha cedido. Inaudito. Ha protagonizado una sonada objeción de conciencia, ha demostrado con hechos, con acciones, que la disidencia al poder que gobierna el mundo y hoy tiraniza a la nación es perfectamente posible. Que los que no somos nadie, que los que no somos políticos profesionales, que los intrusos en la política son la única posibilidad de regeneración de la política. Que el mundo no funciona en absoluto porque los profesionales que lo gestionan ya han olvidado a dónde van y sólo aspiran a mantener una casita en la playa. Que las razones del poder, hoy, se oponen a las razones de la mayoría, de los que ya estamos hartos de una falsa democracia en la que el PSOE, Ciudadanos y el PP son, en realidad, tres formaciones idénticas, partidarias de la política de arrodillar a los ciudadanos y de expoliarles.

Quizás el Dalai Lama les parecerá más simpático, más espiritual, más guay que en Puigdemont, pero venimos de escuchar sus recientes declaraciones, y hemos visto el profundo desprecio que tiene por las mujeres, el furioso machismo que arrastra sus pensamientos, como todos los malditos curas oscurantistas de todas las épocas y de todas las religiones. Quizás os parecerá que el independentismo debe apoyar a Pedro Sánchez, que Artur Mas tiene razón y que su estrategia es la más sensata. Pero con cobardía y sumisión no obtendremos más que infamia. Las opiniones de los presos políticos, psicológicamente secuestrados, no pueden secuestrarnos a todos nosotros a través de un chantaje basado en la lástima. Las víctimas no pueden votar a favor de los torturadores. Y los tenemos que denominar, con toda justicia, torturadores, porque están torturando con prisión a los legítimos representantes del pueblo catalán. Los partidarios de la represión y de las represalias contra los votantes del primero de octubre tienen un nombre: enemigos de la democracia y enemigos de Catalunya. Ahora ya me puede insultar por decirles lo que no quieren oír. Sólo les sacaremos de la cárcel haciendo lo que hay que hacer.