Cuando Artur Mas se pasó al independentismo, hubo quienes le aplaudimos, hubo quienes desconfiaron y hubo quienes, ya es curioso, recibieron la peor noticia de su vida. A partir de ese momento el separatismo dejaba de ser patrimonio político exclusivo de Esquerra Republicana de Catalunya y de las pequeñas formaciones políticas que hoy forman la Candidatura d’Unitat Popular. El independentismo pasaba a ser el primer proyecto político auténticamente de país, el primer proyecto en positivo, el primer proyecto constructivo, que podía unir a la derecha, al centro y a la izquierda en una experiencia inédita. De ahí nacieron algunas esperanzas y algunas controversias. El independentismo se convertía, por primera vez, en la fuerza mayoritaria del país y, contradictoriamente, algunos independentistas se irritaron por ello. Mucho. La CUP, refugio del purismo marxista y feminista, no quiso integrarse en ninguna candidatura unitaria para no quedar desdibujada, ni confundida con los indeseables políticos de la corrupción de la Convergencia autonomista y fabulosamente inmobiliaria. Incluso, la CUP acabó con la carrera política de Artur Mas y, sin imaginarlo, hizo posible que el presidente de la Generalitat más importante de nuestra historia contemporánea, Carles Puigdemont, el nuevo Pau Claris, demostrara a todo el mundo como se desencadena un terremoto político internacional. Un terremoto que algunos querrían apagado y otros pensamos que no ha hecho más que empezar. Sobre el futuro nadie sabe nada, tampoco los listillos que no esperan ninguna ofensiva independentista.

ERC primero formó una candidatura electoral con el PDeCat y luego se separó, con el argumento científico menos falsable de la historia de la ciencia política: que las formaciones independentistas conseguirían más votos por separado que juntas. Sólo se hace una votación, a una sola vuelta, y una vez emitido el voto, toda especulación sobre lo que habría pasado con una candidatura elaborada de manera diferente pasa a ser eso, una simple especulación, imposible de comprobar. Ciudadanos, encabezado por la hija del policía, doña Inés Arrimadas, ganó las elecciones gracias a la fragmentación del voto y el independentismo político entró en una inacabable guerra interna, tan carnicera como hipócrita, tan incomprensible para los electores como rentable para los políticos profesionales. Nadie osa en el ámbito independentista denostado públicamente a Carles Puigdemont, Carles el Resistente, pero parece evidente que desde Vox a la CUP, pasando por PDeCat oficialista, ERC y los Comunes, todo el mundo está de acuerdo en sólo dos cosas. En que dos y dos son cuatro y en que hay que arrinconar, asfixiar y borrar del mapa político el presidente Puigdemont. Que el independentismo ha sido derrotado y que hay que volver a la lealtad constitucional y a la calma si queremos conseguir la libertad de los presos políticos. Y de ahí nace el movimiento de la Llamada Nacional por la República, de los que en ningún caso nos damos por derrotados ni pensamos que se deba volver al autonomismo.

Parece que se podría volver al autonomismo con un buen Govern de izquierdas

Parece que se podría volver al autonomismo con un buen Govern de izquierdas. Ya se sabe que las izquierdas son más presentables que las derechas, son más estéticas. Yo mismo me considero un hombre de izquierdas y voté, en su momento, a favor de los dos tripartitos del PSC. Pero pasado el tiempo, y pensándolo mejor, no sé por qué Elsa Artadi tiene que ser de derechas y Miquel Iceta de izquierdas. No sé por qué Aurora Madaula tiene que ser de derechas y Ramon Espadaler tiene que ser de izquierdas. Y lo que tampoco entiendo es cómo se quiere conseguir la independencia dejando ni a un solo independentista al margen. Lo que tampoco se entiende es como se piensa formar un gobierno de izquierdas sin la CUP. Éstos, al ser independentistas y aliados de Carles Puigdemont, parece ser que tampoco son de izquierdas y no cuentan con ellos. Sensacional.