Que no, que no es tan sencillo como pensáis que es. Trataré de explicarlo. Ayer, en la ciudad vieja de Girona, encontré el mismo tipo de personas que se enfrentaron a la policía durante los disturbios nocturnos. La mayoría son muy jóvenes. Son casi todo chicos. Aunque hay un buen grupo que están politizados, del ramo de la CUP, como si dijéramos, chicas hay muy pocas. La guerilla urbana, la guerra pequeña o grande, sigue siendo un ámbito exclusivamente masculino, como establecen los códigos ancestrales desde la Edad de Piedra. Los hay que provocan disturbios y encienden fuegos porque quieren la independencia de Catalunya, hablan un catalán fresco, dinámico, a veces elemental, a veces elástico. Podría parecer que es una lucha entre Catalunya y España, a ello contribuye mucho que no haya ni un solo mozo de Escuadra que no hable español, ni uno que no pudiera pasar por guardia civil en expedición a las colonias. Pero no es toda la verdad. Hay muchos otros que están en las barricadas porque sí, porque mola y ya está, porque quieren cagarse en Dios consagrado y en todo, porque los arrastra la rabia y el nihilismo y el resentimiento atávico de la juventud, de la marginación, de la incertidumbre vital. Muchos son disidentes del mundo mundial y ya está, tio, no busques más, son antisistema pero tampoco de manera definitiva, como lo era el Tambor del Bruch, como los chicos que queman coches en las cercanías de París, como los combatientes de la Maidan Nezaléjnosti de Kiev, como en tantos y tantos lugares. Ayer estuve en Girona y no era muy diferente de los disturbios que viví en Túnez hace nueve años, cuando derrocaron a Ben Ali, cuando la juventud vertió su indignación sobre una ciudad atrapada, sobre una sociedad miedosa que no se decidía a dar el gran paso. Son la juventud insatisfecha de toda la vida, no hay duda.

“Me cago en la puta que te parió. Hostia. Joder. Dios, hijos de puta. Brutal”, esta era la letanía que se oía sobre los adoquines de la Girona vieja, carrer Nou, plaza del Primer d’Octubre y por allá, hasta la plaza del Vi y el Pont de Pedra. Mientras, con la luz del sol, los abuelos van haciendo marchas por la libertad y gymkhanas del lirio en mano, los jóvenes viven la noche, su noche. Jerseys con capucha, caras cubiertas, zapatillas para correr, bastante modestos la mayoría, niños de papá ni uno. Los chavales se lo tomaban bastante como si fuera un juego, ¿qué os esperabais si son chavales? La policía en cambio no, los Mossos de l’Escuadra y la Policía Nacional Española, vestidos como los malos de una película galáctica, iban a la guerra sucia, a hacer todo el daño que pudieran, disparando constantemente, sin contemplaciones por nadie. Hay que decir que los marlascas no tienen ni la más reputa idea de cómo deben orientarse en el laberinto de las calles de la Girona inmortal, o sea, que los rebeldes les engañaban tanto como querían. El juego del gato y la rata. La diversión tiene formas muy peculiares.

“Es como un videojuego” me decía uno de esos muchachos “pero mola más esto que quedarse en casa”. Cierto es que cada cual tiene sus referentes personales y hubiera sido extraño que me hubieran hablado de los pies ligeros de Aquiles o de la zarabanda de los Miqueletes, pero estábamos ahí mismo, la batalla era la misma, eterna y que durará mientras haya vida y haya mundo. Los presos políticos, que quieres que te diga, sí, es una injusticia, pobre gente, pero si están en la barricada, en las carrerillas es porque no quieren ni a España ni, sobre todo, a este sistema tan poco digno. En mitad de la calle veo una caja llena de cacaolats que alguien ha llevado para avituallar a los feroces guerreros. Mucha peste a goma quemada, por todas partes. Es como un deporte de riesgo, como una proeza atlética, pero ninguno de ellos piensa que pueda acabar en la cárcel ni morir. Son inmortales. Al menos lo eran ayer. No les preocupa ser acusados de sedición. La sedición no, la sedación. La inmensa sedación, la colosal parálisis en la que se encuentra atrapado un país que no va hacia adelante ni hacia atrás.