No se trata ya de que los independentistas hayamos dejado de creer en este Estado español agotado y fratricida, el hecho más curioso de este mundo redondo es que los españolistas han dejado también de creer en él más allá de las buenas palabras y del ejercicio activo de la hipocresía patriótica. Nos recriminan cada día que no queramos vivir como españoles, nos critican porque no aceptamos diluirnos servilmente entre los demás españoles, convenientemente depurados y asimilados, convertidos todos en un José Borrell, convenientemente castellanizados, convenientemente desligados de nuestros antepasados que mantuvieron la nación catalana a lo largo de la historia, del mismo modo que han hecho la mayoría de los demás pueblos de España. Hagamos un ejercicio de imaginación. Si mañana, fruto de un cataclismo de ingeniería social, o de un hechizo de brujería, se hiciera realidad el gran sueño imperialista de una Catalunya española, si mañana nos levantáramos de buena mañana y nos encontráramos una Catalunya definitivamente apisonada, sin partidos políticos catalanistas, sin lengua catalana más allá de algunas remotas masías, sin conciencia de identidad catalana nítida y diferenciada, tampoco seríamos la sociedad idílica que algunos dibujan, tampoco seríamos libres ni iguales como proclama Cayetana Álvarez de Toledo, un esqueje como cualquier otro de la casa de Alba. No quieren que sea dicho, pero mientras que las heridas de la guerra civil de 1936-1939 han cicatrizado totalmente en Catalunya, en España la guerra de España sigue siendo una guerra viva después de una pausa de cuarenta años, sigue atizando el odio y el resentimiento entre españoles.

Si durante la guerra civil catalana en tiempos de don Juan II los catalanes se mataban los unos a los otros, si durante las guerras carlistas también, si durante la confrontación entre nacionales y republicanos, los catalanes fuimos tan cainitas como cualquier otro pueblo desgarrado por dentro , hoy el proyecto de la independencia ha conseguido recoser las viejas heridas. Al menos para la inmensa mayoría del personal. Todo el mundo conoce a ciudadanos de Catalunya que, a pesar de proceder de familias de severa tradición católica y ultraconservadora, ahora ya se rejuntan con las chicas y chicos de la CUP en las caceroladas y, algunos, incluso, lían un porrito, dicen guay y critican también los excesos del cibercapitalismo. Todo el mundo conoce a independentistas de derechas que ahora profieren vivas a la república catalana, todo el mundo conoce a personas catalanas que piensan exactamente lo contrario que Lluís Companys o que Francesc Cambó y que ya no hacen aspaviento alguno cuando se les cita o se les reivindica porque la guerra de nuestros abuelos y bisabuelos, definitivamente, ha dejado de ser nuestra guerra, porque hoy la concordia generalizada entre catalanes es un hecho vivo. A unos, naturalmente, les sigue gustando más Jordi Pujol que Francesc Macià, o exactamente al contrario, pero da igual porque en este momento de ilusión colectiva que supone la independencia nacional no es necesario hilar tan fino, ni hay que dejar de hablarse con nadie que tenga simpatías por Francesc de Ventallat o por el general Tristany. En nuestro país no hay ninguna fractura social entre las personas que no quieren acabar con Catalunya.

La fractura social existiría, en cambio, si Catalunya fuese hoy una Catalunya completamente española, dividida entre los partidarios de mantener la tumba de Francisco Franco en el Valle de los Caídos y los partidarios de exhumar sus restos. Si fuéramos una región española como las demás ahora estaríamos distraídos discutiendo entre los partidarios de Franco, Queipo de Llano, Fernández Cuesta, Girón de Velasco, Muñoz Grandes y los favorables a Santiago Carrillo, la Pasionaria, Largo Caballero o Manuel Azaña. Sin espacio para la autocrítica, la fraternidad a la española, la cohesión nacional entre españoles sabemos perfectamente en qué consiste en realidad. Y es la mar de  entretenida.