El proyecto político de la Crida —el partido del president Puigdemont que no es un partido, pero que sí es un partido, pero que vete a saber— está condenado al fracaso si viéramos que retorna el fantasma terrorífico, si vuelve la bestia. Si se aparece Belzebú. Si la Crida acaba convirtiéndose en sólo una enésima refundación de Convergència i Unió, si acaba convirtiéndose, de nuevo, en el territorio del Señor de las Moscas —pegarle una leída a la novela homónima de William Golding no hace daño—, si tan sólo acaba convirtiéndose en otra, enésima, previsible, refundación de la Lliga Regionalista de Francesc Cambó, a su vez, también enésima refundación del catalanismo más primitivo y salvaje de la defensa de los intereses económicos de la oligarquía de la Biga, del partido de nuestros patricios medievales. Si acaba convirtiéndose simplemente en el partido del egoísmo de los poderosos, en el partido de los ricos. La Crida está condenada al fracaso más absoluto si termina atrapada en las solapadas inercias del pasado, si no es capaz de desembarazarse de la herencia convergente de los negocios, de la misma manera que el catalanismo, en su momento, supo desembarazarse del carlismo foral para constituir un movimiento moderno y honorable, republicano, democrático. Con futuro. La Crida de Carles el Gran se transformará en el pedo de Carles el Insignificante si no logra integrar y seducir, si no consigue traer a la convocatoria a la mayor parte de los electores de ERC y de la CUP junto con los viejos electores de centro y de derecha. Sí, efectivamente, la Crida sólo tiene sentido si supera la lógica cainita y fracasada del enfrentamiento eterno de los partidos políticos y se pone a trabajar para conseguir exclusivamente una sola cosa: la independencia. La Crida sólo puede tener recorrido si es un proyecto político de la mayor parte del país, si es un instrumento realmente útil y unitario que nos pueda llevar a lo que quiere, al menos, el sesenta por ciento de la población con derecho a voto. Este sesenta por ciento de electores tiene derecho a ejercer su voluntad mayoritaria. Por lo menos mientras vivamos en una democracia. Ahora que los listillos de Antoni Fernández Teixidó se han ido con Manuel Valls, ahora que Ramon Espadaler trabaja para Miquel Iceta. Ahora que Josep Antoni Duran i Lleida es un asalariado del Gobierno de España. Ahora que Jordi Pujol no puede salir a la calle sin que la buena gente catalana cambie de acera al verle.

La fabulosa, épica, apasionante aventura política de la Crida, que tan sólo pretende aunar voluntades para hacer efectiva la independencia, sólo tiene un gran precedente histórico. Un precedente venerable y que nos puede ayudar mucho a verlo todo más claro. La fundación de Esquerra Republicana de Catalunya el 19 de marzo de 1931, cuando el ideal político era otro, el advenimiento de la república. El partido de Francesc Macià y de Lluís Companys fue la gran ambición política unitaria de toda una época. De una época de la que aún vivimos todos. La época más admirable que ha dado el catalanismo. Un acierto, sin lugar a dudas, para la continuidad histórica de la nación catalana. La unidad de Estat Català, el partido de Macià, el Partit Republicà Català de Companys y el grupo de la Opinió de Joan Lluhí i Vallescà, junto con numerosas entidades comarcales y locales hizo posible la hegemonía de la parte más dinámica, progresista, innovadora de la sociedad catalana de entonces. Repetir la proeza política de los viejos republicanos es la gran oportunidad que tiene, a partir de hoy, la nueva formación de Carles Puigdemont. Si fracasa, el independentismo podría convertirse en marginal dentro de la sociedad catalana durante las próximas décadas.