Españolear, como dice la célebre canción de Luis Lucena, no es sólo lo que hacen los turistas que visitan España buscando el sol. Sobre todo, es el pintoresquismo, la rareza y el reloj detenido en el tiempo. El primitivismo y la curiosidad antropológica, la brutalidad anacrónica, la fosilización existencial y el ritual como sustituto del libre albedrío. Españolear es que ayer, como todo el mundo les está mirando, y para hacer comprender al abogado de Vox que olvidara la cuestión del lazo amarillo de Jordi Sànchez, al juez Marchena se le escapó “Estrasburgos”. Está grabado y lo puede oír todo el mundo. Fue como si la ciudad emblemática de la actual concordia franco-alemana tuviera algo que ver con el Burgos del Cid, como si fuera sólo una versión extra de la capital castellana, un derivado, o un producto secundario. “Estrasburgos” es un lapsus significativo, una manifestación del inconsciente del españolear, un hito de la jurisprudencia española que subraya la autarquía mental de una España que no quiere saber nada del exterior. Mientras esté dentro de la Unión Europea, el Tribunal Supremo no es supremo de nada, y las instancias judiciales europeas actúan efectivamente como tribunal de casación, como revisión en segunda instancia.

Ayer el fiscal Cadena dejó dicho que el pueblo catalán no puede decidir libremente su destino colectivo porque depende del pueblo español. Como si el poder judicial tuviera alguna autoridad sobre el pueblo colonizado

Los esfuerzos de los fiscales para subrayar la soberanía absoluta y el imperio integral y arbitrario del estado español en sus asuntos internos no sólo fueron grotescos y pomposamente vacíos. Propios de la jurisprudencia del siglo XIX. También fueron desmentidos por la realidad. La soberanía española deja de ser absoluta mientras España quiera vivir en sociedad, en la sociedad de naciones-estado que es la Unión Europea y que es la ONU; mientras España quiera vivir en sociedad, especialmente con los catalanes, los ahora súbditos, un pueblo que reclama su independencia sólo por vías democráticas y pacíficas. No se puede apalear, en una democracia, a los ciudadanos, no sólo porque son electores y copropietarios de la soberanía, tampoco se les puede pegar alegremente porque son contribuyentes. Y pagan incluso la vistosa peluquería de los fiscales. Ayer, el fiscal Fidel Cadena —apelativo perfecto para el carcelero de una tiranía de novela—, vestido con una toga, cualquier cosa menos solemne, luciendo dos escudos que parecían dos pezoneras, negó que Catalunya tenga derecho a la soberanía nacional. Parecía convencido. Dejó dicho que el pueblo catalán no puede decidir libremente su destino colectivo porque depende del pueblo español. Como si el poder judicial tuviera alguna autoridad sobre el pueblo colonizado, como si tuviera algún argumento intelectual sobre los catalanes que no sea, tan sólo, el argumento de las porras y el de las armas de fuego. Debería existir alguna otra razón, algún motivo más sólido que el uso de la fuerza para mantener la unidad de España y ayer, por supuesto, no se dió. Al contrario, se despreció. El ministerio fiscal hizo un espantoso ridículo hablando de política, hablando de lo que no sabe, hablando de los derechos que tienen o dejan de tener los catalanes. Como si hablaran de las propiedades de la papaya o de la calidad de la pintura de Joan Miró. Como si los fiscales del Tribunal Supremo español tuvieran alguna autoridad moral o intelectual. Sólo tienen una autoridad bélica, tal como corresponde a un poder colonial. Sólo tienen el crédito que los españoles que españolean dan a esta farsa de juicio político. Pero ni una micra más allá de su amada frontera.