Hay muchas Españas, no sólo una. Pero de todas las conocidas hay una que es bien principal, que nunca está unida, ni tiene grandeza ni, de ninguna manera, es libre, más bien prisionera de los resentimientos que la atormentan. Tampoco va más allá, tampoco hace caso del Plus Ultra de las columnas de Hércules, porque se ha conformado con la antigua leyenda que había antes, con el Non Plus Ultra de cuando ignoraba que existía América, quieta y satisfecha de sí misma a su cueva, adormecida como el yeso, atrapada en sus propios miedos, arrastrando todas las largas cadenas de todos los fantasmas de su rancio abolengo. Es la España siniestra, la más miserable y vengativa, la España carnicera que todo lo roba y que todo lo devora y que nunca tiene ni tendrá suficiente, porque no es verdad que mate para acallar su estómago sino su mala conciencia, la poquedad de su espíritu, su mezquindad atávica que quiere hacer pasar por moderación y cordura. No es de hoy, ni de ayer, ni de anteayer ni del otro que los jueces son venales, comprados por personas que llénanse la boca con las palabras decencia y regeneración. No es de ahora que los tribunales son prostituidos por la puerta trasera, prostituidos mediante el pago de un precio en metálico, en metal pesado. España ha quedado aplastada por su propio sarcasmo. España ha hecho del engaño, de la impostura, de la picaresca, uno de los falsos emblemas de su identidad colectiva, de su nacionalismo sordo y enloquecido, incapaz de civilizarse y respirar. Olvidando, paradójicamente, la gran lección de la literatura del Siglo de Oro. Y es que el mentiroso siempre acaba siendo descubierto y derrotado.

España es una estafa y vive de la estafa. No es un juez o dos o tres o trescientos. Es que, además, todo el mundo lo sabía y miraba hacia otro lado. Es que unos delinquían y los demás, todos los demás, eran colaboradores necesarios, partícipes imprescindibles de la estafa. Es que las relaciones incestuosas entre los poderes del Estado no son la excepción sino la norma sagrada, es que no existe ningún contrapeso que equilibre ningún peso, es que en definitiva, no hay democracia, ni hay ninguna Constitución, sólo un colosal magma informe, compuesto por el patriotismo más equivocado y absurdo, por el patriotismo que ha hecho perder el mundo de vista a los principales dirigentes españoles. Ahora, por fin, se entiende mejor que los medios de comunicación españolistas hablen a cada momento de la Alemania nazi y revisen todos los detalles de aquel período de la historia. El engaño patriótico necesita, para que sea creíble, como en los regímenes totalitarios, la desaparición, el eclipse, de la ética y de la honradez. España tiene una larga, profunda, mala conciencia, una herida abierta, por eso hace siglos que se reboza la boca diciendo siempre no sé qué de una honra y de unos barcos perdidos.

Toda la literatura picaresca es determinista. El mentiroso intenta, incansable, mejorar su situación económica estirando más el brazo que la manga, intenta que alguien pague en su lugar, pero la trampa no funciona indefinidamente. La gente no es tan idiota como piensa el mentiroso. Después de todo el mentiroso siempre fracasa. Fracasa y se jode. Porque la hipocresía social no consigue alargarle las piernas a la mentira, porque la miseria y el desprestigio siempre terminan con el pícaro español, en todo el planeta. Decadencia moral y económica, degeneración y corrupción, este es el panorama en el que nace y se desarrolla la mentira sistémica, creando relaciones viciadas e intolerables, que son las hermandades, los rufianes, la mafia, el hampa, la chusma. De las que nos hablan la literatura española del Lazarillo hasta Quevedo y más allá, hasta Juan Marsé y Pérez Reverte. La fascinación española por la mentira, por el engaño, es muy antigua y peligrosa, es prácticamente una droga. San Agustín, el muy honorable amazig en lengua latina, ya tronaba contra Prisciliano de Ávila en el año 395 de nuestra era. Mientras que el santo repudiaba la hipocresía, el engaño y la mentira, para el obispo de Ávila, la mentira estaba justificada si servía para beneficiar a la santa religión. Agustín le contradecía, severo, insistente, ya que, decía, si la muerte mata el cuerpo, la mentira mata el alma. El virus de Prisciliano se hizo fuerte, según los estudiosos, en toda la Península Ibérica. Y condiciona, aún hoy, la personalidad moral de un número indeterminado de personas en el sur de Europa y el norte de África.