Es divertido que la CUP acabe de proclamar, a todos los vientos, que reconocen ser simples seres humanos. Tenían la necesidad de dejarlo claro a todo el mundo: “asumimos y reconocemos que se dan casos de agresiones en el seno de la organización y que la CUP no es ajena al patriarcado en general ni a las agresiones machistas en particular”. Admitirlo les habrá costado un disgusto, pobre gente, porque no es fácil degradarse en público, ni desnudarse de una superioridad que tú mismo te has ido arrogando con el tiempo. Al emperador de Japón Hirohito, por ejemplo, le costó tanto reconocerse como una persona igual a las demás que, tras renunciar oficialmente a su condición de dios viviente —forzado por los americanos en 1945— sus descendientes han continuado, a escondidas, practicando el daiyosai o fornicación ritual con Amaterasu Omikami, la diosa del Sol. Los comunistas, como los fachas, históricamente, siempre han presumido de ser mejores que los demás humanos, una fantasía tan absurda como reiterada en el ámbito político. Mientras que los fachas aseguran que son más que nadie, que son superiores o superhombres por no sé por qué gilipolleces de pertenecer a una determinada raza superlativa, o por ser de una determinada clase dirigente y rica, los comunistas están convencidos de que son mejores personas que el resto sólo porque forman parte del mejor partido de todos los partidos. Porque son los pobres, los buenos. Porque son de la nueva iglesia científica de Karl Marx que debe sustituir a la cristiana y a todas las otras manifestaciones de espiritualidad. Sólo hay que elaborar una lista improvisada de lo que ha sido capaz de cometer, por ejemplo, el terrorismo islamista para constatar el inmenso poder manipulador de las voluntades humanas de la religión entendida como sumisión. Efectivamente, la religión es el opio del pueblo, o al menos el porrito de los jóvenes y de los que aún se sienten jóvenes. El problema es que el marxismo y el fascismo no son simple opio tradicional sino devastador fentanilo, el narcótico ideológico responsable de los peores crímenes de la humanidad. No hay nada como creerte que tienes toda la razón.

Nuestros compatriotas de la CUP presumen de tener los mejores sentimientos humanos, los más solidarios, los más empáticos con los más débiles y desvalidos. Presumen de ser los más feministas, los más ecologistas, los más defensores de las minorías sexuales, los mejor paridos de todos los demás, pero a la hora de la verdad aún está por identificar, aún está por ver, ese hombre nuevo del que hablaba Lenin o ese hombre nuevo del que hablaba san Pablo apóstol. Aún deben presentarnos un balance convincente que vaya más allá de las buenas palabras y de la propaganda. De momento lo único que ha cambiado en los partidos políticos de hoy es la hipocresía y el doble lenguaje, la mala conciencia que estimula aún más la depredación sexual entre silencios y llantos. Los partidos son estructuras de poder que atraen a personas interesadas en el dominio del ser humano sobre el ser humano. Recitan los cuatro tópicos de la vocación de servicio a la sociedad, o que han entrado en política porque quieren estar en la lucha por un mundo mejor, tralará, tralará, pero, cínicamente, lo que quieren, en realidad, es satisfacer sus pulsiones más inconfesables, su necesidad de poder para sentirse vivos, para tratar de sentir-se alguien imponiéndose a otro alguien. Estas prácticas perversas no se solucionan con cuatro sermones laicos o confesionales que no reeducan nadie, porque no estamos ante un problema de educación. Mientras todos los partidos de la izquierda independentista —de la CUP a Junts per Catalunya, pasando por ERC— van haciendo el ridículo doblete de los hombres y de las mujeres, de todos y todas, de los catalanes y de las catalanas, la violencia contra las mujeres no desaparece, ni el sexo se desvincula del negocio del poder. Un poco más de antropología, algo más de historia de las conductas humanas y menos catecismos nos ayudarían enormemente a abordar este problema. Como han podido ver todos ustedes no he citado a ninguna persona viva porque no estamos ante una singularidad sino ante un patrón de conducta, de un cliché que no se eliminará sólo con buenas intenciones. Porque como decía Oscar Wilde —y repetiré la cita tantas veces como sea necesario— “todo en esta vida es sexo. Excepto el sexo propiamente dicho, que entonces es poder”.