El más bello de los nombres, il più bel nome, sólo puede ser la libertad. Cientos de empresarios llenaron ayer la venerable lonja gótica de mar, la lonja de cuando Catalunya realizó la revolución comercial de la Edad Media, de cuando Cataluña realizó la revolución industrial, y se pusieron de pie para que resonara en las antiguas piedras el bello cántico de la libertad. Libertad, libertad, oh sí, tu nombre es el más poderoso que hay en la tierra, lo arrastra todo, es el que mueve el instinto de todos los seres vivos a ir sueltos, a su libre albedrío, es el que hermana al género humano, todo el mundo quiere libertad, desde el antisistema que quema basura al capitalista más egoísta y más avaro. La libertad que convoca a la igualdad, la libertad que convoca a la fraternidad, la libertad que es democracia. La libertad hace humano al ser humano. Ayer el clamor de las señoras y señores de la economía fue el clamor de la sociedad catalana entera y no una reivindicación privada o una pulsión comercial.

Ayer Joan Canadell, el presidente de la Cámara, advirtió que el auténtico proyecto que España tiene pensado para Catalunya es el de la pobreza y olé. Que una cosa es la competencia, la lucha encarnizada por el mercado y otra cosa muy diferente es desentenderse de la sociedad entera, de la mejora del conjunto del país. Porque de donde no hay no hay, no hace falta saber mucho de números para ver que la fuerza del modelo económico catalán está en el enriquecimiento de la clase media, la que todo lo puede y todo lo paga. El economista Keynes consiguió, un buen día, convencer al señor Ford para que sus trabajadores recibieran un buen sueldo, un sueldo digno para poder comprar, al menos, uno de sus automóviles. Franklin Delano Roosevelt también entendió que la economía sólo funciona cuando la libertad y la riqueza van de la mano. Las revoluciones que han hecho posible la democracia han sido las revoluciones burguesas, la de Inglaterra que descabezó a un rey, la americana que hizo nacer un nuevo país, la francesa, la más famosa, la de unificación de Italia, la del Mayo de 1968, que a pesar de las banderas rojas, muy comunista no era, no.

Ayer se pronunció el nombre más bonito de todos en la lonja de Barcelona. Precisamente allí mismo el gobierno insurgente de Catalunya había acogido una de las innovaciones más revolucionarias de la historia de nuestra cultura. Al pie de las formidables columnas góticas, tan altas y tan delgadas y tan sólidas, tuvo lugar la primera representación de una ópera en nuestro país y en toda la península ibérica. El 2 de julio de 1708 la buena sociedad rebelde de nuestro país —la que había comenzado una guerra dinástica por la sucesión al trono de España y había terminado llevando a cabo una guerra de secesión—, asistía atónita a aquel atrevimiento musical. La nueva moda era valiente, viva, sería el origen de grandes pasiones en Catalunya por una razón bien sencilla, porque hacía soñar, porque contagiaba emociones, porque concentraba en el mínimo tiempo un gran rendimiento artístico. Para celebrar la boda entre el archiduque Carlos y la preciosa Elisabet Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel representó una ópera especialmente compuesta para la ocasión, Il più bel nome del gran Antonio Caldara, recién llegado de Venecia. El nuevo rey era músico, incluso tocaba el clave, no como los hieráticos Austrias de Madrid, el nuevo rey era otra cosa. La nueva moda de la ópera, importada de la corte vienesa, la que hablaba en alemán y cantaba en italiano, se instaló en Barcelona con tanta naturalidad y de manera tan instantánea que parecía imposible. A partir de aquella fastuosa representación la nueva música no paró de oirse en toda la ciudad, y la lonja comenzó su primera temporada. La ópera ya no calló nunca más, ni un minuto. Bueno, de hecho sí, calló de golpe, el 12 de septiembre de 1714. Se hizo un gran silencio, ensordecedor, un gran silencio que duraría lustros.