Un juez que no es imparcial no es un juez legítimo. Es un fraude de ley. Un tribunal compuesto por siete carcamal españolistas, ultramontanos, ultrarreligiosos y ultraconservadores es una parodia ultra, pero no un tribunal de justicia. La potestas del tribunal no viene determinada por las primorosas y decoradas puñetas, por la toga sedosa y negra condecorada con emblemas fascistas, por la capacidad intimidatoria del tribunal, por la administración de los turnos de palabra, por la dirección discrecional de los interrogatorios. Por la policía armada que está a las órdenes del magistrado, lo que nuestros padres los antiguos romanos llamaban imperium, el imperio —o dicho en lenguaje de mi pueblo, la yoya, la hostia que te pueden meter—. El individuo que juzga tiene al final una autoridad militar, tiene poder sobre la gente armada, sobre la policía y el ejército, por lo que se comporta a veces como el sargento de hierro de Clint Eastwood, por eso grita, manda, hace aspavientos, te mira con mala cara. Pero el pretor metálico no puede ejercer la magistratura sin interpretar la voluntad divina, si no identifica y actúa siempre de acuerdo con el auténtico poder, lo que viene determinado por la superioridad. En Roma el piso de arriba eran los dioses, y en una democracia el poder procede exclusivamente de los ciudadanos, del pueblo. De We, the people, que dice la Constitución de Estados Unidos. Del personal, de la gentuza que tiene el desagradable deber de trabajar y pagar con sus impuestos toda esta fiesta represiva.

El poder procede del pueblo que paga los impuestos, efectivamente, los ciudadanos a los que cada día se maltrata en la sala del juicio con autoritarismo gratuito. Cuando lo dice el señor juez, se les desaloja de la sala. Se les impide hablar en catalán, se les obliga a responder a la acusación particular de un partido abiertamente contrario a la democracia moderna y a la convivencia civilizada como Vox. Pero no hay postestas ni imperium ni latines que valgan si no hay, antes que nada, auctoritas. Que en este caso es una palabra que traduciremos como autoridad moral, legitimidad del poder. Sin moral y sin imposición tácita no hay poder legítimo. O dicho de otro modo, los poderosos tienen poder sobre nosotros porque queremos que lo tengan, porque lo aceptamos. Si el poder que ejercen sobre nosotros no lo aceptamos, como sociedad, no son más que piratas. Sin justicia un gobierno es una banda de ladrones, ya lo dejó escrito san Agustín, el cual no era, precisamente, un militante de la CUP. Es uno de los pensadores fundamentales de nuestra sociedad.

La justicia sólo puede ser justa si la entienden y la admiten doce personas del común, doce personas anónimas que se denominan, juntas, el jurado. Doce personas que, como los doce apóstoles, no son nadie pero que pueden juzgar colegialmente. Que aseguran que la justicia sea del pueblo y para el pueblo, y no una magia negra incomprensible, un ritual hecho sólo por jueces y para jueces, una nigromancia de técnicos escogidos, un exorcismo hecho por personas supuestamente superiores que hacen y deshacen lo que quieren. De profesionales exclusivos que cobran sueldos colosales para defenderte ante los jueces. Y que hacen lo que quieren cuando quieren. Ayer muchos testigos no pudieron decir lo que querían decir porque Marchena, el padre de la nena, no quiso. Marchena, quien piensa que no hay reglamento suficientemente bueno para su hija, el presidente de la sala, dijo a los testigos que se callaran y los testigos se callaron. Dijo a la abogada Ana Bernaola que no hiciera la pregunta y no la hizo. Luego se lo pensó mejor y le dijo que sí podía hacerla. Ahora sí, ahora no. Ahora arriba, ahora abajo. Aquí manda él. Es el padre de la nena y es hijo de un militar colonial del Sahara, de un africanista, de un señor partidario del imperialismo como ley. Eso sí que era una ley como Dios manda. Aquí estoy porque he venido. Nada, el testigo que primero quería hablar sólo dijo que los policías les habían escupido, insultado, y que se habían meado sobre los ciudadanos. Que los habían amenazado con las armas. No, nada, no tenía ninguna importancia. El testigo no servirá absolutamente de nada porque los hechos no podrán ser probados. Y en caso de poder ser probados se dirá que desbordan el marco del juicio. Y si no desbordan el marco del juicio se dirá que por España, todo por la patria, hicieron muy bien hecho de mearse sobre los ciudadanos insurrectos. O sea, que continuamos haciendo de la lex un duralex de aquel que comprábamos en Andorra. Digámoslo también en fino latín de mi cosecha: Vox más lex, duralex.