Me los miro y les admiro. Es una absoluta, radical, ausencia de fanatismo la que veo en todos esos chicos, en esos adultos, en esos viejos, en los que ayer usaron el detergente en la plaza de Espanya para reclamar una profunda limpieza de España. Hay una diferencia esencial, ahora diré cuál es, entre la desinfección médica, entre la castración química que exigía el doctor-ministro Josep Borrell y todos estos discrepantes, alegres y festivos, todos estos guasones que ayer se expresaban a través del jabón de una fiesta acuática, de la espuma blanca de un idealismo bobo e ingenuo. Y es que de donde no hay, no hay. No hay fanatismo  cuando un grupo de personas —unas dos mil según los diarios— deciden manejar los mochos, las escobas, en una actividad tan absurda como cómica, en una actividad política que no tiene nada de la circunspección, de la pompa y de la circunstancia de una parada militar o de una exhibición de fuerza política. Precisamente fue todo lo contrario. Fue una reivindicación política que no quiso saber nada de la solemnidad vacía de los que exhiben su poder omnímodo y arrogante. En contraste, proponían los desprestigiados valores de una sociedad vulgar como la nuestra, ramplona y chabacana pero ilusionada, los valores de una sociedad a la que le sudan los sobacos y los pies, de una sociedad que desconfía del buen gusto los fanfarrones, formada en los valores irrenunciables del igualitarismo, del asociacionismo, los centros recreativos, los centros juveniles, de las sociedades excursionistas.

Me los miro y les admiro. No puede existir fanatismo en el independentismo porque hay humor. Es una formidable arma de destrucción masiva contra las gilipolleces. Autoparodia, irrisión y cachondeo nunca abandonan a los independentistas. No, nunca se utilizó el fantasmagórico Fairy contra las fuerzas de la policía española, lo que se usó fue otro disolvente mucho más temible, el disolvente de la carcajada liberadora, la risa que empieza por uno mismo y que lo cuestiona todo. Reírse del adversario, burlarse de él, es muy fácil, como nos demuestran cada día los medios de comunicación españolistas. El humor de los separatistas es diferente, es un humor que dispara en todas direcciones. Comienza y termina en uno mismo. Es capaz de manifestarse, incluso, de la mano de la indignación más profunda. Pensemos que la gran diferencia entre una democracia auténtica y la impostura de los fanáticos se llama Charlie Hebdo. Baste comparar las televisiones de Madrid y la tevetrés para darnos cuenta de este interesante hecho diferencial. España no sabe reírse de sí misma. La gran diferencia entre el españolismo y el independentismo es que nuestros adversarios nunca hacen premeditadamente el ridículo. Están tan pagados de sí mismos, tienen un concepto tan elevado de sus personas que nunca se atreven a ponerse en cuestión. Les produce auténtico pánico. Sin la protección del ejército, de la policía represora, de los jueces y del poder económico, se les congelaría de repente la sonrisa. Esta es una de las grandes diferencias entre España y Catalunya. Que nosotros ya sabemos que somos unos desgraciados y, precisamente por eso, nos hacen gracia los chistes de catalanes. Sobre madrileños o españoles no se cuentan porque, sencillamente, no existen.