Iríamos mucho mejor, si antes de votar, supiéramos cuál es la salud mental de nuestros políticos. Si habitualmente toman o no drogas, si tienen una doble moral, si están dispuestos a hacer cualquier cosa o si tienen límites, si saben detenerse a tiempo. Si nuestros políticos son personas grandilocuentes, si están dispuestos a realizar grandes mejoras pero también si pueden propiciar grandes catástrofes. Estaría bien saber si están bien de la cabecita nos ayudaría mucho antes de votarlos, sobre todo ahora que el gobierno de Nueva Zelanda ha decidido que más importante que el crecimiento económico es mejorar la vida de los ciudadanos y, en especial, la salud mental. Los suicidios aumentan cada año entre los países más ricos y no es ninguna exageración decir que, cada vez menos nos gusta esta democracia, más engañados nos sentimos, menos conformes. Los ciudadanos contemplamos, atónitos, cómo las pasiones de los políticos son las de una tragedia griega mal entendida, mal aprendida. Y cada vez somos más conscientes de los caracteres patológicos que los arrastran y que sufre después el ciudadano, como la demencia o el erotismo, como se pudo comprobar en el fin político de Margaret Thatcher o de Dominique Strauss-Kahn, por citar dos personalidades que no son catalanas.

De ahí que el otro día hablara aquí de Eurípides y del teatro político que ofrece el maestro griego. Los antiguos dioses, los antiguos héroes colectivos de la sociedad, han pasado a ser humanos miserables, especialmente cuando hemos visto en qué consistían algunas de las promesas exhibidas por los políticos, hombres y mujeres que han perdido el enorme respeto que la sociedad les había otorgado después de tanto tiempo sin elecciones libres. De repente es como si despertáramos de un sueño muy largo y nos hemos encontrado rodeados de abogados sofistas. De manipuladores. De profesionales de la hipocresía y del mercantilismo con las palabras y con los valores de la humanidad. Como si dijéramos en la Grecia de Sócrates, exactamente donde la palabrería interesada intentaba sustituir a la realidad. Donde la oratoria de los abogados se había hecho la reina de la confusión y conseguían hacerte aburrir la política para que te fueras, para que los dejaras así, solos, manejándolo todo. Y es que así, exactamente así, es cómo hundieron a la primera democracia de la historia, la griega. ¿Quieren verlo? Con una tragedia cultural, similar a la nuestra. Con una gran ilusión traicionada, con el engaño del pueblo.

Si lo quisiéramos creer, la Grecia democrática, la famosa Atenas de Pericles, fue una sociedad singular, sobre todo, porque estaba protagonizada por una generación de personajes convencidos en las bondades de la colaboración patriótica, muy por encima de la rivalidad individualista o partidista . El estado de Pericles promovió esta convicción que hoy puede parecer insólita. Que los ciudadanos sólo prosperarían individualmente si la sociedad, en su conjunto, crecía y se desarrollaba. De modo que aplicaron el egoísmo natural en política y en una determinada forma de patriotismo. Al principio la suerte les acompañó, con lo que las ganancias sobrepasaron a los sacrificios de forma rotunda. Los negocios se multiplicaron y tanto los particulares como el Estado acumularon muchos beneficios, se hicieron de oro.

Y en este clima fue creciendo una moralidad privada y otra pública, que no siempre coincidían ni se correspondían con la realidad. Las actividades del poder del Estado, carentes de escrúpulos, y las actividades comerciales de los individuos particulares, que no siempre eran honradas. Cuando los resultados económicos empezaron a no acompañar a los ciudadanos que seguían escrupulosamente las leyes, apareció la elasticidad de los principios, la relatividad de las convicciones. La influencia social de la mentira y de la hipocresía que estaban comprando el falso esplendor de Atenas aumentó. Las tragedias de Eurípides reflejan cómo la guerra aceleró la destrucción de todos los fundamentos del pensamiento de la política, de la filosofía griega de ese momento. El estado ateniense se convirtió entonces en un personaje trágico, él también, ⸺como si fuera el Edipo de Eurípides⸺ y se comportó de manera estúpida, tal y como atestigua Tucídides, general de aquel conflicto, el historiador de la tragedia política de la primera democracia de la historia. Y lo dice sin tapujos. La democrática Atenas pierde contra la totalitaria Esparta por su disolución interna.

Los demócratas decidieron pegarse entre ellos antes que derrotar a sus enemigos. Atenas sufre una enfermedad, una pandemia, una peste que descompone a la nación, un frenesí absurdo que atiza la lucha entre los partidos. Una dinámica suicida que Tucídides identifica no como pasajera, sino como constante en la personalidad humana. Es una característica cíclica. Además, en tiempo de paz, los hombres pueden tener todavía la serenidad que les permite reflexionar. Pero en tiempos de guerra todo resulta dramático y urgente. Hay gente que cambia de bando de hoy para mañana, se multiplican las venganzas y las conjuras, gran número de políticos se trastornan y pierden la salud mental y moral. Tucídides se da cuenta de que esto es así porque las palabras pierden su significado. Los grandes valores de la democracia ya no quieren decir lo que antes decían. La justicia y la imparcialidad desaparecen. Se confunde la locura con virilidad y la reflexión madura con la cobardía. Todo esto y más cosas todavía nos las explica Tucídides en el siglo V antes de Cristo. No me extraña que nuestros estudiantes no le oigan mencionar nunca.