Estás en casa, solo, en casa siempre. O con tu familia, siempre con ellos, donde quieres que estén si son tu familia, y son los tuyos. Si vives con ellos parece de repente que tengan que salir muchas piernas y de brazos por las ventanas, los balcones, puertas, patios y azoteas, que no cabemos ya te lo digo yo, que esto no hay quien lo aguante, este confinamiento, este confinavirus te agobia, te ahoga, todo te molesta y encima ya puedes dar las gracias de que aún no ha empezado el calor. Siempre podría ser peor. No te soportas ni a ti mismo y ahora tendrás que soportarlos por obligación. La convivencia siempre es complicada. Y si además hay que añadir a una mascota o a más vida zoológica seguro que acabas muy harto. Una cosa es estar en casa sólo para dormir y para pasar por la nevera y otra muy distinta es no poder moverte de la trinchera, allí con las suelas pegajosas, que pesan como un plomo, que ya no te dejan volar más. Y si vives solo pues también te ahogas por estar solo y con tanto espacio y tantas horas, te aburres de ti mismo, y de la tele y de leer y de acostarse tarde y de levantarte tarde y todo se te hace interminable y largo y largo y todo parece un chicle que se estira y se estira y se estira como una frase mala sin comas. Te aburres mucho, chaval. Mucho es mucho.

Aburrirsee, impacientemente, es muy bueno para las personas. No se lo pueden llegar a imaginar. Cuando los de mi edad íbamos a la escuela, a aquella escuela tradicionalista del siglo pasado, nos habíamos llegado a aburrir como muertos, hasta tal punto que, por pura desesperación, algunos habíamos decidido ponernos a estudiar, como mal menor, porque no trabajar era mucho peor, era inaguantable estar sin hacer nada, porque todo aquello era niño calla, todo era niño estate quieto y niño al rincón. Deporte no se hacía mucho. Y para no morirte de asco fuera del aula, de aquel aburrimiento colosal, de la insuficiencia cósmica de aquel mundo de mierda que te rodea, poco a poco, pues ya lo creo si te espabilas. A vida o muerte, y por eso te ponías a descubrir cosas que valían la pena, música, lecturas, películas, política, trabajos manuales más o menos artísticos, sexo incipiente y muchas otras formas de la experimentación práctica. Aprendías que la vida te la tenías que llenar tú ya que los demás no te la llenarían. En aquella época tampoco existían las actividades extraescolares. Y, además, teníamos unas vacaciones largas y soleadas. Si no querías ser un infeliz, un completo desgraciado, tenías que hacerte cargo de ti mismo. Es decir, tenías que hacerte cargo de administrar tu tiempo, tu vida.

Ahora que el trabajo no nos distrae puede que aprovechemos el tiempo libre para hacer cosas auténticamente importantes. En primer lugar, para pensar por nosotros mismos y para que no nos lo den todo masticado. Nos hemos tenido que parar a la fuerza y bueno será, por una vez, dejar de refugiarnos en el trabajo y pensar en lo que estamos haciendo, a dónde vamos y a dónde queremos ir. El confinamiento parece que va para largo y que no vivimos un hecho anecdótico de nuestras vidas sino excepcional. Una experiencia realmente nueva. Nos han abandonado. Del todo. Como a un perro en la autopista. Los políticos que nos tenían que proteger ni lo hacen y ni piensan hacerlo, nos han aparcado en un vertedero, como si fuéramos una mesita de noche que ha quedado coja de un pie. Y si somos gente mayor, los políticos, empezando por Trump y terminando por algunos alcaldes de aquí, dicen que no les sale a cuenta mantenernos vivos. Decían que nos protegían, que les votáramos porque nos protegerían, y nos han dejado tirados. Cuando los ciudadanos son descartados por sus dirigentes es legítimo sublevarse, desobedecerles. Han perdido, por negligencia, la autoridad que tenían. Es por eso que han sacado al ejército a la calle, porque saben que están en falso, porque saben que el pueblo, el verdadero soberano, tiene todo el derecho de destituirles. No están haciendo nada para luchar contra el virus, sólo se hacen fotos, sólo representan una comedia para poder lavar la cara al gobierno de España e impedir una revuelta social, una revuelta independentista.

No queremos la independencia porque sí. La queremos porque estamos mal gobernados

Catalunya, de hecho, nació políticamente cuando el rey de Francia que supuestamente nos iba a proteger de Almanzor, Hugo Capeto, nos dejó tirados el año 985. Hace 1.035 años de aquello, cuando los sarracenos destruyeron Barcelona y el conde Borrell II decidió que ya no nos dejábamos mandar. Seguramente, ahora y hoy, muchas personas ya han entendido que no queremos la independencia porque sí. La queremos porque estamos mal gobernados. Y porque no sólo estamos en manos de unos inútiles. Es mucho peor. Estamos gobernados por negligentes, por indiferentes, por auténticos monstruos de egoísmo que sólo piensan en ellos mismos y que sólo se acuerdan del pueblo cuando hay que ir a votar. No tienen ni una chispa de empatía hacia el pueblo, no saben ponerse en nuestro lugar ni por equivocación. Hablan mucho de solidaridad, pero a la hora de la verdad, mientras la gente se va muriendo, los miembros del Gobierno de España reciben un trato de privilegio. Reciben las atenciones que nos niegan a nosotros. A nosotros, que somos, en definitiva, los que pagamos y mantenemos al Estado. A nosotros, los ciudadanos, que somos los dueños. La clase empresarial catalana y los sindicatos no quisieron realizar un paro indefinido de la actividad económica de Catalunya para conseguir la independencia. Decían que parar totalmente la economía era una fantasía. Ahora hemos visto que la actual ruina económica y la catástrofe sanitaria son consecuencia de no haber tenido el valor de romper con España. De hacer realidad aquella fantasía. Cada día que nos mantengamos dentro de España es un día perdido.