A los catalanes nos encanta quedar siempre bien. Las formas, la estética, nos hacen perder el mundo de vista. Y ya se sabe que querer quedar siempre bien nos lleva irremediablemente a quedar siempre mal. Lo sabemos pero no dejamos de perseverar en el error. Es un hecho de alcance internacional que los catalanes ni somos simpáticos ni desvelamos demasiada consideración como colectivo, aunque es lo que seguramente más nos gustaría. Este curioso fenómeno que se establece entre esta pasión que tenemos por las formas y la poca rentabilidad que sacamos de ellas ya lo vislumbró hace años la perspicacia de Francesc Pujols. Por ello estableció filosóficamente que llegaría el día en el que los catalanes iríamos por el mundo y, sólo por el hecho de serlo, ya lo tendríamos todo pagado. Parece un elogio pero, de hecho, es una maldición, una fatalidad relacionada con nuestro exagerado perfeccionismo. Con nuestra manera suicida de entender el trabajo, el dinero y la responsabilidad para con uno mismo. Nos preocupan las maneras, pero quizás mucho más de lo que preocupan a lo común del planeta. Los modos, la educación, las formas, los comportamientos. Las cosas bien hechas y al mismo tiempo la ausencia de ceremonia, a las que consideramos como formalidades postizas. El conducto reglamentario, la manera correcta de cómo se deben hacer las cosas es nuestra principal preocupación epistemológica. Ayer mismo, Antoni Puigverd escribía en un diario, a propósito de cómo se detuvo el golpe de Estado en Barcelona en 1936 que “la legalidad republicana (...) no triunfó, en Barcelona, aquellos días. Triunfó la visceralidad popular, la venganza de clase y el resentimiento del anarquismo armado”. La descripción es exactísima y llena de verdad histórica. La falta de sentido común, sin embargo, me parece también evidente.

La legalidad la establece siempre el poder y saltarse la legalidad es imprescindible en todos los procesos revolucionarios de ayer, de hoy y de mañana. La revolución francesa, por no ir muy lejos, fundamento del actual sistema democrático, no fue otra cosa que la desobediencia a la legalidad de entonces. Este fue el conducto reglamentario. Y, sin mancharse las manos de sangre, años más tarde las sufragistas, los defensores de los derechos de los negros, los homosexuales, de las minorías, lograron importantes avances sociales, precisamente con la legítima desobediencia a las leyes. Las leyes son para los ciudadanos y no al revés, como recuerda la Biblia cuando dice que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. De la Ley, así, en mayúscula, algo saben los judíos a lo largo de su dilatada historia. Por todo ello da un poco de vergüenza ajena los pasos de ballet, el minué de Versalles que componen las ocurrencias de algunos políticos, como las que Miquel Iceta usó ayer para obsequiarnos. Que si las instituciones, es decir, la Generalitat, están siendo erosionadas por la absurda pretensión de Carles Puigdemont de ser restaurado como presidente después de haber ganado las elecciones. Como si la destrucción de la Generalitat gracias a la aplicación del artículo 155, bendecida por el PSC, no fuera un hecho irreversible y la autonomía política —la administrativa es diferente— no estuviera indefinidamente anulada. Hay gente que piensa que si el independentismo renuncia a la unilateralidad la Generalitat volverá a ser lo que era. Gente como el diputado Joan Tardà, otro partidario de querer quedar siempre bien. Un lince, un visionario, un estadista. Un fenómeno.