Al amor como en el amor, a la guerra como en la guerra. En materia erótica no se puede decir precisamente que los catalanes hayamos descubierto la pólvora pero en materia bélica es harto diferente, ay amigos, en eso no hay discusión posible, somos gente insuperable. Somos más mejores que los hijos de Thor, infinitamente más cenitales que los kamikazes del sagrado emperador. No hemos descubierto la pólvora pero eso qué más da: hemos inventado la pólvora sin guerra, y aún mejor, la explosiva guerra sin pólvora, el devastador conflicto sin conflicto, la cuadratura del círculo atómico y neutrónico, hemos superado a la guerra bacteriológica, a la guerra mediática, a la guerra psicológica, a la guerra cibernética hasta convertirnos en lo que somos hoy, la mayor potencia militar del pacifismo indeciso y contradictorio. Avanzados siempre a nuestra época, hemos desescalado más que el mayor espeleólogo y hemos pacificado más que Octavio. Somos tan picassiano-dalinianos y mironianos que no nos entienden porque es que tampoco podemos ser entendidos, ni por nuestros enemigos ni por nosotros mismos. Esto sería demasiado fácil. Esto no tendría gracia. Dejaríamos de ser catalanes, o lo que es lo mismo, sublimes. No es que la estética nos tenga secuestrado el sentido común, no es sólo que el querer quedar bien nos haga perder la razón. Es que como pueblo ni acabamos de rendirnos ni tampoco acabamos de resistir del todo. No es ni sí ni no y tampoco es todo lo contrario. Es la sorpresa perpetua. El independentismo es una guerra de guerrillas de pasión y razón, de humor y candor, de aquí me caigo y aquí me levanto. El independentismo político, hoy, es exactamente una gallina. Una gallina descabezada que corre en todas direcciones sin cráneo. Que todo el mundo asegura que tiene que caerse, que todo el mundo pronostica que no tardará en derrumbarse en el suelo. Que hace horas, días, semanas, meses que debería desplomarse y desplumarse. Pero ya lo ven, la gallina dice que no, y continúa convulsa, sin cabeza, incontrolada. Clínicamente los médicos más reputados, los mejor pagados, dicen que el independentismo político está muerto. Los votantes de la calle, el independentismo sociológico, en cambio, nunca ha gozado de mejor salud. Antes sí era muy importante lo que decían los partidos políticos. Pero cada vez cuentan menos. Porque ya no nos los creemos ni disfrazados de salpicadura de tsunami.

 En la guerra como en la guerra. Ayer el ex presidente de Extremadura, José Antonio Monago justificó que, en el año 2017, Carlos Iturgaiz hubiera calificado de hijos de puta a los hinchas del Barça y del Alavés que silbaron el himno español durante un encuentro. Y también justificó que el carlista vasco dijera que los miembros de la CUP eran unos guarros porque olían a basura, cuando rechazaron acompañar a Felipe VI y a Mariano Rajoy en una manifestación contra el terrorismo. Monago y Iturgaiz insultan a muchos catalanes. Y es entonces cuando, gracias a la magia de Twitter, aparece él, sí, él, el vengador entre los justicieros, el inteligente entre los listos, el polemista de todas las habilidades, el gran Xavier Sala i Martín. Entonces columbras que responderá contundentemente a las ofensas, que encontrará una salida digna de los morros que luce. Y como un solo hombre, armado del poderoso sentido del lenguaje de mi bisabuela Carmeta, espeta, temerario, a Monago: “cárabo, zote, cabeza de chorlito”. Así, sin miedo a las consecuencias. Todo un hombre. Es entonces, es en este momento de máxima tensión épica, que servidora cierra el móvil con calma. Que servidora, suspira, respira, admira una vez más el gran cedro del jardín, y que se entretiene con las repetitivas formas del césped, con los colores de la arcilla de los tejados, con los ecos que la tarde me hace llegar. Es una dedicación realmente apasionante, vibrante, genuina. Mucho más de lo que se pueden imaginar.