Mientras que la institución fundamental en la ciudad helénica, en la Grecia antigua, fue el gimnasio y el hospital protector lo fue en la ciudad medieval, la de nuestra época es el museo. De hecho, la gran ciudad megalopolitana ha convertido todo el territorio que abarca en museo a escala natural, y su habitante, el individuo moderno, es consciente de que vive no solo en una ciudad, sino en un lugar significativo que ha sido planteado, también, de manera informativa y formativa. Nuestras ciudades son significativas porque intensifican su personalidad, su identidad específica. La congestión de la gran ciudad ya no es exclusivamente una excesiva concentración de experiencias humanas, también es una colección muy amplia de manifestaciones culturales, de funciones y de asociaciones humanas, de progreso tecnológico, a través de la arquitectura y el urbanismo. La ciudad que late solo es ciudad si profundiza en la identidad de sus habitantes. En la identidad individual pero que sólo se entiende en relación con la colectiva, ya que la ciudad sólo puede ser colectiva. La Barcelona catalana no tiene una Barcelona alternativa. Por eso, la inmensa mayoría de los creadores artísticos de la capital son independentistas, por eso solo Serrat tiene problemas de Serrat. La Barcelona catalana no tiene rival.

El ejercicio de memoria que convoca la Barcelona museo forma parte de la responsabilidad política a la que el ciudadano culto e informado quiere ser llamado, el ciudadano dinámico que diseña su recorrido cultural y vital al margen de la cultura gubernamental. La gran ciudad de hoy es también, entre otras muchas cosas, un lugar que ha hecho un esfuerzo cívico por conservar y transmitir a las generaciones del futuro, como en cualquier institución de museo, las formas artísticas del pasado, entendidas no como formas superadas (por una improbable y cuestionable evolución humana), sino como formas de la diversidad y de la riqueza de la creatividad humana. La gran ciudad es el territorio que preserva, que defiende, que valora, que aprende de su patrimonio histórico y cultural. Catalunya ya estaría muerta y enterrada sin la potencia cultural de la ciudad de Barcelona. La literatura, las letras, en este contexto, tiene un innegable protagonismo y aún lo tendrá mucho más en la Barcelona del futuro. Recuperando un ejemplo de Lewis Mumford, hay que recordar el valor intrínseco de una ciudad culturalmente creativa como, por ejemplo, Florencia (y comparable a Barcelona). Con unos cuatrocientos mil habitantes, desarrolla en la realidad de cada día más funciones de la gran metrópoli que muchas otras poblaciones con una población diez veces mayor. Si queremos que la gran ciudad no se convierta, cada vez más, en una masa colosal y asfixiante, en una realidad que enajena y angustia, en una realidad autodestructora, hay que transformarla en una metrópoli capaz de presentar con toda su riqueza, sedimento tras sedimento, la historia, el arte y la biografía de la especie humana. La convivencia que pasa por no perseguir ninguna cultura.