Fresco como soy, un buen día, pensé que quizás sí, hombre, que sí, que tenía que conocer a otros españoles, a otras personas con de-ene-í, más gente, que no tenía que limitarme a mis experiencias del pasado, a mis recuerdos en el cinturón metropolitano. Que lo que me tiene dicho y redicho el profesor Ramón Cotarelo sobre el anticatalanismo quizás no sea exactamente toda la verdad. De modo que, ni corto ni perezoso, le pedí a una famosa periodista que me hiciera conocer algún chat federalista español. Para comprender lo que cogitan a través del móvil. Para aprender. Que estaría bien participar en algún lugar virtual de conversación política, poblado por esas personas fraternales e hispanas que aman tanto y tanto a Catalunya que no quieren que nos vayamos. Federalistas de la España Grande que están en contra del famoso artículo 155 y que tienen otras ideas. ¿Cuáles serían esas otras ideas? Mi amiga periodista me aseguró que me sentiría muy cómodo, muy bien, entre amigos, entre gente estupenda. A medida que me los presentaba, sin embargo, tuve un inesperado ataque de desconfianza, un arrebato. Siempre me ha soprendido la excelente opinión que los españoles tienen de sí mismos. Son divinidades. Y que cuando recomiendan al catalán que viaje, eso significa dos cosas en realidad. La primera es que imaginan que viajas tan poco como ellos, y la segunda es que tienes que viajar a España. No al Polo Norte, a España y ya está, porque están seguros de que sólo conociéndoles un poco quedarás enamorado de ellos. Que aquello es el paraíso y está poblado de gente excepcional. Que son nobles y simpáticos y leales y no sé cuantas cosas más bonitas. Las cualidades de los españoles seguro que son muchas y de enorme densidad, no cabe duda de ello, pero, perdonadme mi manera de pensar. Me parece que sería más fidedigno si todos esos elogios sobre los españoles los proclamaran personas no españolas. Por aquello de la imparcialidad. Por aquello de la perspectiva.

Soy catalán y tengo una pobre opinión de los catalanes en general y de mí mismo en particular. Pienso que muchas de las desdichas que hoy carcomen a la catalanía son, sobre todo, nuestra responsabilidad. Me siento a gusto entre ingleses, franceses, italianos, griegos, magrebíes, mexicanos y japoneses, por citar sólo a unos cuantos, también entre gambianos y argentinos, pero creo que los conozco un poco para que, a veces, les encuentre tan insoportables como encuentro insoportables a los hijos de la catalana tierra. Seguramente me equivoco mucho pero, es curioso, no he oído nunca que todos esos hablen de sí mismos con la íntima satisfacción con la que los españoles hablan de su colectivo. Me llama la atención.

Bueno, el caso es que acabé participando de este chat que os decía de amigos federales de las Españas. Me recibieron con buenas palabras pero muy pronto me tiraron en cara cosas que tenían muchas ganas de decir. La primera era que el nacionalismo es una plaga, una enfermedad y una forma de egoísmo. Que es de derechas. Es decir, de la banda de los malos. Porque, para los federalistas con quienes hablaba, el mundo se divide entre los buenos, ellos, y los malos, los de derechas. Y que se tenía que ser solidario y fraternal y para nada egoísta. Que se tenía que ser, por tanto, español, porque ser español significa compartir. Repliqué que Mao Zedong, Ho Chi Minh o Fidel Castro, que Stalin incluso, habían sido grandes nacionalistas. Que Georges Marchais, François Mitterrand, que no sé, Pancho Villa, que el Mahatma, nuestro Gandhi, que Bolívar, que Mandela, habían sido grandes nacionalistas. No hubo nada que hacer. Como si nada. Continuaron sentenciando la maldad intrínseca del nacionalismo porque lo habían leído en no sé qué libros supuestamente dignos de crédito. Fue entonces cuando nos pusimos a hablar de las naranjas. Un señor de Valencia se quejó del hecho de que los consumidores españoles compran naranjas marroquíes y no valencianas, mucho más baratas. Que era un escándalo y que estaban hundiendo la agricultura valenciana. Fue entonces cuando pregunté si la futura frontera de Catalunya era mala pero la de Melilla era buena. Y si el agricultor marroquí tenía menos derecho a ganarse la vida que el agricultor valenciano. Ya imaginaréis lo que me respondieron. Pero os lo acabo de contar mañana, que tengo una olla en el fogón y de repente me ha llegado un olor catastrófico desde la cocina.