Lo que el antiguo alcalde de Barcelona, Xavier Trias, dijo ayer ante el tribunal no gustó nada al juez Marchena. Así que, ni corto ni perezoso, le interrumpió repentinamente e impidió que continuara diciendo algo muy importante que estaba diciendo. Pero da igual. Para Marchena, el padre de la nena, solo tiene trascendencia jurídica lo que a él le da la gana que tenga trascendencia jurídica en este juicio, que es un juicio político, un sainete represivo, una comedia con final infeliz. Un juicio político para el que el Tribunal Supremo es manifiestamente incompetente ya que se escapa de su jurisdicción de revocación o casación. No olvidemos que el juez Marchena tiene una opinión muy optimista, muy elevada, de sí mismo y aún más olímpica y alzada de lo que es la justicia, un territorio de exterioridad y de superioridad absolutas, del poder supremo, de la hostia en patinete. La trascendencia jurídica es el punto de fuga del sentido último, de lo que es como debe ser. Marchena se pone muy elegante cuando va de filosófico y doctrinario, cuando apela a la trascendencia jurídica porque es una manera de no querer hablar del cadáver, de la inmanencia jurídica, de la inmanencia de Kant, de la de la fenomenología de Husserl, que señala todo lo que es interior a la conciencia. También se puede decir de manera más rudimentaria como lo hacía El Mundo hace semanas: “Si Manuel Marchena nos reconcilia con la dignidad del Estado es porque su caso ofrece el extravagante, contracultural espectáculo de un gran poder en manos de alguien verdaderamente preparado para ejercerlo. Esa íntima paz que la política —y la vida— nos niega a menudo y que nace de ver mandando a quien debe mandar”. Este texto tan enamorado de Jorge Bustos me hizo pensar en aquel verso inmortal de Gerardo Diego que lleva hasta el ridículo la admiración por el cirujano de hierro, por el caudillo de los caudillos: “Huevo de águila: Franco es el que nombro”.

No hay exageración posible cuando se está alabando el poder. O de huevos. Nunca se es lo suficientemente servil ni se está lo suficientemente arrodillado. Por ello Xavier Trias irritó ayer al Supremo. Porque un gran señor como él no debía reconocer deudas. Trias recordó, por ejemplo, que debía la alcaldía de Barcelona a algunos compañeros suyos, especialmente al bonachón de Joaquim Forn. No era necesario que mostrara simpatía por los insurrectos precisamente porque es un hombre de orden. Pero dijo que estaba con los manifestantes. Y expresó que aún “no me he recuperao del susto”. Del hecho de que se hubieran dejado armas dentro de los coches de la Guardia Civil. Para quien lo quisiera entender, el hecho fue comparado con las actividades de los agentes provocadores, los infiltrados, los agentes de falsa bandera. Las armas dentro de los coches fueron una trampa bien preparada. Xavier Trias sabe lo que es la difamación, sabe perfectamente lo que es la conspiración del Estado, lo que son las trampas preparadas y cómo las fuerzas de la policía política española se cebaron sobre él, por orden de Jorge Fernández Díaz, huevo de serpiente. Cuando Trias hizo mención a la operación de Estado para destruirlo políticamente, Marchena no quiso oírle. Xavier Trias, con su desparpajo de quinqui de casa bien, no se extrañó. Se calló, se levantó y se largó de aquella caverna.