Pere Aragonès i Garcia ha sido elegido 132.º president de la Generalitat y eso quiere decir que asume la máxima responsabilidad política del país, es decir, todo lo que pase a partir de ahora en Catalunya será responsabilidad suya. Suya y de nadie más. Y cuando alguien asume un reto tan trascendente no está para hostias. Aplicará su criterio guste o no guste a los que no se juegan tanto.

Mientras no era president, todo el mundo podía opinar sobre las negociaciones y las estrategias, pero a la hora de la verdad ha asumido que sólo había una alternativa para salir elegido, actuó en consecuencia, cogió la directa y ha conseguido su primer objetivo. A partir de ahora, como decía Raimon Obiols del tripartito, se trata de perdurar.

La política catalana entra en una nueva fase, en la cual, para bien o para mal, ni Waterloo ni Lledoners podrán interferir demasiado, sólo refunfuñar. Suele pasar que los expresidentes de gobierno o de partido suelen ser los críticos más encarnizados de sus sucesores. Nadie ha criticado tanto a Zapatero y Pedro Sánchez como Felipe González. Aznar se convirtió en el peor adversario de Rajoy. A Tarradellas no le gustó nunca Pujol ni a Pujol le entusiasmaba Artur Mas. Tampoco Maragall congenió mucho con Montilla. Al final, sin embargo, el presidente es el presidente y punto.

Todo apunta a que el acuerdo de ERC y Junts se centrará más en la gestión que en la agitación, con lo cual cuesta creer que la CUP mantenga mucho tiempo su apoyo parlamentario

La legislatura anterior estuvo marcada por una situación de excepción irrepetible, de la que parece que nadie está demasiado orgulloso, y por eso Pere Aragonès ha puesto el énfasis en la voluntad de cambio. Quiere que a partir de ahora todo sea diferente en un sentido psicológico, del marco mental colectivo, a base de rebajar tensiones, como cuando el gobierno británico, ante la amenaza de invasión alemana y para levantar la moral de la ciudadanía, editó un póster con la consigna "keep calm & carry on" (mantén la calma y sigue adelante). Y en eso es indudable que Aragonès, autodefinido como "independentista pragmático", puede conectar con los ciudadanos más hartos de conflictos, pero choca con el escepticismo de los adversarios y, sobre todo, de la opinión publicada. Superar la batalla contra este escepticismo y levantar la moral del país es su reto más importante. Y el más difícil.

Aragonès ha dicho que quiere culminar la independencia, pero ganar la independencia es una auténtica revolución y difícilmente hará la revolución un gobierno encargado de mantener el orden y asegurar el funcionamiento de los servicios públicos. Y la vía escocesa ahora reivindicada ha descartado siempre la unilateralidad. Con los nombres que van apareciendo para formar el nuevo ejecutivo, todo apunta a que el acuerdo de ERC y Junts se centrará más en la gestión que en la agitación, así que cuesta creer que la CUP mantenga mucho tiempo su apoyo parlamentario. Será el momento en que los socialistas tendrán que pagar las deudas a ERC y ya veremos qué pasa.

Tiene razón el president Puigdemont cuando dice: "El éxito del Govern no se medirá sólo en la obra hecha, en las políticas desplegadas. Se basará, también, y quizás ahora más que antes, en su capacidad de restaurar todo aquello que se ha deteriorado, y que influye en el ánimo del país". Mientras haya presos, exiliados y represaliados, el conflicto seguirá vivo, pero hay que decir que las contradicciones del independentismo catalán, también. El país es el que es. Continúa la represión y, junto con los gritos a favor de "el embate democrático con el Estado", la respuesta solidaria del movimiento independentista, digna de admiración, ha sido recaudar fondos... ¡para pagar las multas! La independencia es ruptura, es decir, al menos en la España actual no se puede hacer sin romper nada, y no parece que romper —y arriesgar el patrimonio— sea ahora mismo la opción mayoritaria del nuevo Govern, pero tampoco de la sociedad catalana.