Las elecciones presidenciales francesas han sido un gran puñetazo a los partidos convencionales de la derecha y de la izquierda, aunque se tiene que reconocer que Emmanuel Macron es el convencionalismo extremo, en el cual la gente vota no por lo que es sino por lo que parece que no es y lo vota sin ganas, tapándose la nariz y vomitando con náuseas después de haber introducido el voto en la urna con la única intención de que no mande la extrema derecha y lo complique todo todavía más. Sin embargo, la extrema derecha ha hecho el sorpasso pero no solo a la derecha convencional, sino que ha determinado el discurso de la izquierda. ¿O hemos olvidado el discurso del socialista Manuel Valls? ¿Qué hace ahora Macron sino competir en populismo con su rival Le Pen haciendo campaña de bar en bar?

Coincidiendo con las elecciones francesas, el Partido Popular español ha llegado a un acuerdo de gobierno con Vox para gobernar conjuntamente la región de Castilla y León. Inmediatamente los portavoces del Partido Socialista (PSOE) se han rasgado las vestiduras acusando al nuevo líder del PP, Núñez Feijóo, de abrir las puertas de las instituciones a la extrema derecha. Costaría mucho defender y todavía más demostrar que la extrema derecha española haya pasado alguna temporada fuera de las instituciones. Y sería más fácilmente demostrable que los que han estado fuera de las instituciones se han enriquecido más con la democracia que con el franquismo, empezando por la propia familia Franco. Sin embargo, cuestiones locales aparte, que la extrema derecha ya es un referente, un actor principal en las democracias europeas es como dirían los franceses "un fait accompli". Y lo que hace falta es preguntarse por qué, o mejor dicho, por qué los abanderados del progreso, específicamente los socialdemócratas, son incapaces de ofrecer perspectivas de cambio y de enderezamiento de las desigualdades. El drama para los socialdemócratas de Europa y de los Estados Unidos es que Donald Trump y Marine Le Pen han encontrado el mayor apoyo entre la clase obrera industrial que antes habían confiado en ellos.

Y ahora el PSOE ataca Núñez Feijóo porque es su nuevo adversario, probablemente más peligroso que aquel chico que gastó toda su inteligencia en sacarse los estudios sin estudiar ni aparecer por la facultad. Sin embargo, la única diferencia entre el PP de Casado y el PP de Núñez Feijóo es el tono de su discurso. El tono es diferente pero el discurso es el mismo. Por descontado, tampoco ha cambiado la ideología, ni la estrategia, y Feijóo mantiene con una actitud condescendiente con esta cleptomanía que ha afectado y sigue afectando a los principales dirigentes nacionales, regionales o municipales de este partido que sorprendentemente los jueces todavía no consideran una organización criminal.

El Deep State, el felipismo político-financiero y la monarquía jugarán fuertemente una vez más la carta de la gran coalición, porque siempre será más estable que un gobierno de extrema derecha que tarde o temprano tendría encendida la calle y acabaría resultando una amenaza para el régimen.

La diferencia de tono entre Casado y Feijóo es un cambio de táctica —no de estrategia— para hacer frente a la principal amenaza de que se les viene encima, como es que sus antiguos correligionarios, ahora organizados en Vox, los pasen al frente. Es lo que pasó en Italia cuando el derrumbe de la Democracia Cristiana y más de manual lo que ha pasado en Francia. Y la extrema derecha va subiendo más o menos en todas partes. Los estrategas del Partido Popular han considerado que la estridencia verbal de Casado y del Ciudadanos de Albert Rivera ha tenido el efecto de abonar el terreno a los franquistas que no se esconden de serlo y los ultraconservadores que expresan sin ambages su pensamiento retrógrado. Ahora con Feijóo se trata, pues, no tanto de contribuir a la agitación que acaba capitalizando competencia como de ofrecerse como alternativa seria de cambio en la Moncloa. Dicho de otra manera, el PP se presenta como el voto más útil para descabalgar del poder al PSOE y su coalición Frankenstein, título que le atribuyó el gran Alfredo Pérez Rubalcaba, que Dios lo tenga en su gloria. De momento las encuestas no se ponen de acuerdo sobre quien será el partido ganador, pero lo que casi todas aventuran es que PP y Vox sumarán mayoría. Falta tiempo y tienen que pasar muchas cosas que pueden mover el tablero. Siempre recuerdo una máxima de Churchill, que decía que el tiempo es más importante en política que en gramática. Lo que pasa es que la situación actual y las previsiones alimentan los peores augurios para un hombre que suele tener la suerte de cara como Pedro Sánchez. La crisis es grave y ahora mismo no se ve la luz al final del túnel, y los gobiernos, sean del color que sean, acaban pagando las consecuencias electorales. Todo el mundo da por hecho que lo que ha pasado en Castilla y León volverá a pasar en Andalucía, y, hombre, un pacto de la derecha con la extrema derecha en el principal feudo del PSOE, supondría un precedente histórico y para el PSOE ganar las elecciones generales con Andalusía en contra es, más que difícil, del todo improbable. Y a Pedro Sánchez todavía se le pueden poner las cosas más complicadas. No solo la subida constante de precios. Por ejemplo, los abogados de Puigdemont aseguran que la justicia europea se pronunciará este año a favor suyo e incluso Puigdemont podría volver a Catalunya de manera triunfal. No se puede da por hecho, pero si llega a pasar el cataclismo sería fascinante.

Y resulta que, para evitar el triunfo de las derechas, parece que los estrategas socialistas solo saben aplicar la táctica Macron, es decir, no ofrecer nada más que la disposición a impedir la victoria de las derechas como si el Gobierno más progresista de la historia hubiera convencido mucho los que confiaron en el 2019. Desde el punto de vista aritmético corre el riesgo de ser una apuesta perdedora. Porque sin ofrecer nada más, lo máximo que puede conseguir al PSOE es, en nombre del voto útil, arrebatar unos cuantos votos a Unidas-Podemos y eso no altera la correlación de bloques. El PSOE puede ser la lista más votada, pero si la derecha suma, la derecha gobernará y volveremos a tener las dos españas enfrentadas y se abriría un escenario de conflictividad en las Instituciones y en la calle más propia de los años 30. La paradoja es que para que la extrema derecha no entre en el Gobierno, la alternativa será la gran coalición, pero liderada por el PP. Porque si el PSOE gana las elecciones pero el PP puede sumar con Vox querrá la presidencia. Ahora, si el PP consigue un voto más que el PSOE seguro que tentará a los socialistas con la gran coalición. De hecho, consta que hay gente que ya lo trabaja. Desde el punto de vista de la derecha sería tanto como neutralizar al PSOE, cuando menos, por una generación, como ha pasado en Francia, en Grecia y en el Reino Unido. Si no acepta —la imagen de marca de Pedro Sánchez es el no-es-no— será el responsable de no haber detenido la incorporación de la extrema derecha en la gobernación del Estado, pero la presión será brutal. No hay que decir que el Deep State, el felipismo político-financiero y la monarquía jugarán fuertemente una vez más la carta de la gran coalición, porque siempre será más estable que un gobierno de extrema derecha que tarde o temprano tendría encendida la calle y acabaría resultando una amenaza para el régimen. Y Catalunya... entretenidos y a verlas venir.