Escribir sobre el procés, y, especialmente, sobre el juicio al procés, ha sido una tarea periodística diferente a todas las anteriores, porque más allá de la subjetividad inherente a cualquier periodista, en este caso era imposible limitarse a la condición de observador. Ha sido imposible desentenderse de lo que estaba pasando como si fuera algo externo o ajeno. No estaba pasando. Nos estaba pasando. Me estaba pasando.

En general, es imposible practicar el periodismo sin apasionarse sobre lo que se está escribiendo, sean las elecciones catalanas o las americanas con Donald Trump desafiando al mundo; sean los debates en el Congreso o en el Parlamento de Catalunya por aburridos que parezcan, o los hechos de Tiananmen, los enfrentamientos raciales en Baltimore, el atentado de Hipercor, el 11-M, el 17-A... Son vivencias inolvidables que no dejan indiferente, que dejan huella, que incluso a menudo te obligan a tomar partido, porque es imposible quedarse indiferente ante la injusticia o ante la muerte. Pero hasta ahora eran acontecimientos que se tenían que explicar aunque fuera desde el lugar de los hechos como si se tratara de una retransmisión. El punto de vista durante el procés ha sido absolutamente diferente, independientemente de la distancia, porque los hechos han sido omnipresentes en nuestras vidas y en nuestras almas, no sólo en el trabajo. En casa y fuera de casa, en la calle, en el ascensor, con los vecinos, con unos y otros amigos y con los compañeros de trabajo de medios determinados en un sentido u otro. Y se tenía que escribir de gente con la que has trabajado, a veces has coincidido y a menudo te has peleado, has discrepado, has comido, cenado y viajado, y ahora están en la prisión. O bien personajes que no conocías de nada, como Jordi Cuixart, tienes la sensación que han pasado a formar parte de la familia. El miércoles era imposible no empatizar con Jordi Sànchez cuando se le rompe la voz al hablar de su hija Clara, con Jordi Turull incapaz de articular el agradecimiento a los suyos, con Josep Rull recordando los pequeños Bernat y Roger o con la consellera Dolors Bassa refiriéndose a la nieta Senda...

Querían ver el último día en los alegatos finales reos humillados suplicando clemencia y se han encontrado lo contrario

No, la imparcialidad ha sido imposible, pero no es incompatible con la honestidad. Cuando menos, en la descripción de los hechos concretos, que es lo que se ha echado más de menos no sólo en el relato de las acusaciones, también en las crónicas de la resucitada y aguerrida Brunete mediática, obsesionada en la derrota del movimiento soberanista por encima de la verdad. En esta cruzada, querían ver el último día en los alegatos finales reos humillados suplicando clemencia y se han encontrado lo contrario, una demostración de dignidad personal no exenta, hay que decirlo todo, de autocrítica por parte de los responsables gubernamentales.

Es significativo que dos diarios dirigidos a públicos tan diferentes como El País y La Razón coincidan en destacar del último día de juicio que "No hay arrepentidos". Cualquiera diría que es una consigna. Con la misma intención, El Mundo destaca que "Prometen reincidir". Son maneras de reclamar y/o justificar condenas severas. ¿Es esta una nueva función social del periodismo? Han utilizado el alegato final de Jordi Cuixart para tratar a los acusados en su conjunto, todos en el mismo saco, como si fueran terroristas.

Ciertamente, algunos terroristas, aquí y fuera de aquí, han conseguido la libertad después de pedir perdón a las víctimas y proclamar su arrepentimiento. Y sí, se puede arrepentir alguien que haya matado o que haya infligido daños a personas. Sin embargo, ¿de qué se pueden arrepentir Jordi Sànchez o Jordi Cuixart? ¿De convocar manifestaciones? Algunos comentaristas han diferenciado entre defensa técnica y defensa política, cuando, en el caso de los Jordis, es imposible separar a uno y otro aspecto, porque la defensa de los derechos de reunión y manifestación, el derecho a la protesta, es el argumento principal para reclamar su inocencia, tal como lo han puesto de manifiesto Amnistía Internacional y el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas. Y forma parte del compromiso del periodismo con la defensa de las libertades, no lo contrario.