En 1993 Felipe González incorporó a su gobierno al magistrado Juan Alberto Belloch, quien confió en Margarita Robles como secretaria de Estado, primero de Justicia y después de Interior. Ambos fichajes formaban parte de un intento del PSOE de recuperar la imagen de partido comprometido con las libertades y defensa de los derechos fundamentales, tras los escándalos de la guerra sucia de los GAL. Tanto Belloch como Robles se habían distinguido por sus actitudes de autoexigencia democrática, especialmente en lo que se refiere a la lucha antiterrorista y el trato con los presos. La trayectoria de estos dos personajes, cómo eran y cómo son ahora, nos ilustra cómo la involución democrática del Estado ha penetrado profundamente en el progresismo español hasta el punto de que serán los propios socialistas quienes dinamitarán el llamado Gobierno más progresista de la historia, para que no se vuelva a repetir. Pedro Sánchez, incapaz de enfrentarse a los aparatos del Estado, ya busca empleo en Europa.

Desde Interior, Margarita Robles dirigió las investigaciones del caso Lasa y Zabala, dos presuntos miembros de ETA que fueron secuestrados, torturados y asesinados por miembros de la Guardia Civil. El tribunal condenó al general Enrique Rodríguez Galindo, al gobernador de Gipuzkoa, Julen Elgorriaga, y a otros implicados a penas elevadas de prisión. Aún en 1999, 16 años después, Margarita Robles escribió en El País: “Ninguna duda de que el asesinato de Lasa y Zabala fue un crimen execrable que únicamente puede producir repugnancia, y hay que decirlo con toda claridad, porque no haya dudas al respecto, que cuando se supo la identidad de los fallecidos se ordenó una investigación detallada de lo que pasó a los efectos de que quienes hubieran sido autores de tan criminal actuación fueran puestos a disposición de la justicia como el funcionamiento normal del estado de derecho”. Ahora Robles no sólo rechaza investigar nada, sino que justifica lo que se ha hecho cuando concluye: "Qué debe hacer un estado, qué debe hacer un gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia...”

La actitud de Robles en el caso GAL generó incluso odio en algunos sectores del PSOE. El exministro Barrionuevo, también encausado por la guerra sucia, no ha dejado de denigrarla públicamente desde entonces, acusándola de ser desleal con los funcionarios que arriesgaban su vida en defensa de la seguridad del Estado. Ahora Robles ya habla como Barrionuevo: “Señora Nogueras... le pido que usted tenga el mismo respeto a los miles de servidores públicos que, en el CNI, en las Fuerzas Armadas, en las fuerzas de seguridad del Estado, en la Administración de Justicia y en la Administración, están trabajando para garantizar sus derechos y los míos, los de todos". ¿Qué ha pasado en este país para que una persona como Margarita Robles haya cambiado tanto que nos hace perder la poca fe que nos quedaba? Y no es un caso único.

Se ha bautizado el escándalo como Catalangate con muy poca maña, porque el espionaje, con o sin ley, ha sido masivo, no sólo a independentistas, ni tampoco a catalanes. Lo de Pegasus no es un ataque a los independentistas, es un sistema de funcionamiento del Estado que se ha institucionalizado. Es un complot político que inexorablemente tendrá entre sus víctimas el que Alfredo Pérez Rubalcaba, gran servidor del Estado, bautizó como el Gobierno Frankenstein

Margarita Robles era la mano derecha de Juan Alberto Belloch, que ya venía advirtiendo de la regresión democrática del Estado. “Más cercano me siento a quienes se escandalizan ante el temor de que ―quién sabe― estemos asistiendo al nacimiento de una nueva filosofía política que pretenda redefinir las bases mismas del estado de derecho, que pretenda convencernos de que la institucionalización de la perversidad es la mejor garantía frente a la maldad. Quienes reducen la visión de la política democrática a un problema estadístico de cómputo de votos podrían llegar a sostener, con cierta coherencia, la conveniencia de crear una Dirección General de Instituciones Perversas. Sólo así, en verdad, podría darse respuesta, con profesionalidad, habilidad y tecnología, a las pasiones colectivas de venganza justiciera" (El País, 26/10/88). Parece que tuviera una bola de cristal. Pocos meses después añadió esto: “Nadie puede pretender que un nacionalista, cualquier nacionalista, renuncie al ideal de su independencia nacional, a sus derechos históricos, a su autodeterminación” (El País, 6/7/89). Han pasado 33 años y Belloch también ha sido abducido. Se jubila y como mensaje de despedida ha declarado que "Catalunya genera un problema institucional más grave que el terrorismo... Catalunya todavía requiere alguna otra derrota del independentismo para que reaccionen" (El Periódico, 29/1/22).

Es interesante observar la evolución de personas que se consideraban progresistas de solvencia contrastada y que ahora parecen abducidas, pero son el mejor ejemplo de la aproximación entre PSOE y PP con vistas a un futuro inmediato. La sustitución de Pablo Casado por Núñez Feijóo facilita las cosas y la presencia de Vox lo incentiva. El otro día, en el Congreso de los Diputados, la ministra de Defensa recibió reproches de los diputados que forman parte de la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno, pero inmediatamente recibió el calor de la bancada conservadora, ejerciendo de portavoz Inés Arrimadas. En una situación normal esto no debería durar mucho, pero ninguno de los aliados minoritarios que apoyan al Gobierno hará caer a Pedro Sánchez. Tampoco Esquerra Republicana por mucho que gesticule. El problema para Sánchez lo tiene dentro, en el aparato del Estado y en los cuadros de su partido comprometidos con un régimen monárquico que hace aguas y que trabajan para salvarlo con la gran coalición PP-PSOE. Y esto viene de lejos, de cuando se juntaron en plena crisis la protesta del 15-M, la irrupción fulgurante de Podemos, el proceso soberanista y los escándalos Juan Carlos I. Desde el principio, la vieja guardia socialista deploró el pacto con Podemos, con Bildu y con los independentistas catalanes y desde entonces claman por un pacto de estado con el PP. Lo defiende el felipismo militante, lo defiende el abducido Juan Alberto Belloch, y conspiran algunos varones regionales con aspiraciones sucesorias. Y además lo piden las patronales, incluso el Círculo de Economía, y, por supuesto y antes que nadie, el Rey, como ha demostrado esta semana Felipe VI informando de sus cosas sólo a los partidos que considera afines.

Se ha bautizado el escándalo como Catalangate con muy poca maña si la idea ha sido de los estrategas comunicacionales independentistas, porque desde muchos puntos de vista se puede llegar, si no a justificar, a comprender, como se agarra la ministra, que todo gobierno tiene la obligación de velar por la integridad territorial del Estado. La cuestión es que el espionaje, con o sin ley ―y no sabría decir qué es peor―, ha sido masivo, indiscriminado y corrupto. No se ha espiado sólo a independentistas ni tampoco a catalanes. Dirigentes de Podemos, del PNV, abogados y empresarios y ciudadanos anónimos se saben espiados. Lo de Pegasus no es un ataque a los independentistas, es un sistema de funcionamiento del Estado que se ha institucionalizado. Es un complot político que inexorablemente tendrá entre sus víctimas el que Alfredo Pérez Rubalcaba, gran servidor del Estado, bautizó como el Gobierno Frankenstein.