La derecha española, entendida como un complejo financiero judicial y militar, siempre monárquico, se considera único y legítimo propietario del Estado y no ha sido nunca democrática. No ha sido nunca democrática en el sentido de que los valores de la Revolución Francesa —libertad, igualdad, fraternidad— no han formado parte de su corpus doctrinario ni los ha defendido nunca. Más bien, al contrario, los ha combatido a base de autoritarismo y fuerza militar.

Todas las experiencias democráticas españolas han acabado con un pronunciamiento militar. Golpe de estado del general Pavía (1874); golpe de estado del general Primo de Rivera (1923), golpe de estado del general Franco (1936)... Ciertamente, en algunos momentos de la historia la derecha española no ha tenido más remedio que aceptar a regañadientes no tanto la democracia como el juego electoral de los partidos políticos. Si bien siempre ha actuado siguiendo el mismo guión. Si no gobierna, desestabiliza sistemáticamente los gobiernos que considera adversarios hasta hacerlos caer. Es lo que vuelve a hacer ahora con el gobierno de Pedro Sánchez.

La conspiración, el ruido de sables, la desestabilización ha sido una constante que siempre da frutos. De la Sanjurjada vino la rebelión franquista. Y nadie puede negar a estas alturas que el golpe de estado del 23-F supuso una involución en el proceso democrático que acababa de empezar.

Ahora mismo, el complejo financiero-judicial-militar con el patrocinio (como siempre) de la Corona, está decidido a impedir a toda costa que el Gobierno PSOE-Podemos se consolide. Y Pedro Sánchez lo tiene todo en contra: el Rey, el poder judicial (no confundir con los jueces) el poder militar, el Ibex-35, la vieja guardia de su partido, algunos barones que sueñan con sustituirlo y hasta el diario El País. Esto le pasa en la peor coyuntura posible, con una pandemia ingobernable, con una economía a punto del cataclismo, con un conflicto en Catalunya que le desangra por todos lados y pendiente de la aprobación de los presupuestos, que esta vez es una condición sine qua non para continuar gobernando y los números aún no salen.

Con estas premisas, cualquiera diría que Pedro Sánchez tiene los días contados, pero Sánchez ha demostrado una capacidad insólita de supervivencia. Ahora bien, todo depende de su coraje. De si desafía a sus poderosos adversarios y pasa a la ofensiva con los aliados que le dieron el apoyo que necesitaba para gobernar o si se amilana y procura hacer una política miedosa que apacigüe los que, haga lo que haga, quieren acabar con él.

Sánchez tiene suficiente apoyo parlamentario para aprobar presupuestos y para sacar adelante las reformas necesarias para acabar con la impunidad de la derecha judicial, para encauzar el conflicto catalán y para recuperar el espíritu democrático con que se redactó la Constitución del 78 (y no se está aplicando). Ni que decir tiene que se trata de un desafío difícil y arriesgadísimo, porque el bunker —sobre todo el poder judicial— responderá como una bestia malherida, pero si Sánchez pretende sobrevivir a base de claudicaciones y de la condescendencia de los que lo quieren destruir, entonces sí está perdido. Como decían los revolucionarios, siempre es mejor morir de pie que vivir arrodillado, pero un Pedro Sánchez de rodillas tampoco sobrevivirá.