Soy de los pocos miembros de mi familia que no estudió Medicina ni pertenece al gremio sanitario, a pesar de los esfuerzos de mi padre, que quería que fuera médico o farmacéutico. Obviamente estos días mis parientes sanitarios están todos movilizados dando lo mejor de sí mismos de acuerdo con sus responsabilidades. Y ahora casi cada día vuelven a casa llorando. Lloran por lo vivido, por lo que han visto y también porque a menudo les llega la noticia de la caída de un compañero. Y lloran sobre todo porque a veces hacer todo lo que se puede no es suficiente para detener una tragedia tan cruel. Por lo que cuentan, durante el día la propia tensión del trabajo los mantiene enteros, pero, cuando paran a descansar, se les caen los muertos encima. Repasan todo lo que han hecho, todo lo que ha pasado, todo lo que han hablado, los que han podido salvar, pero, sobre todo, los que no han podido remontar. Están estresados pero no tanto por el volumen de trabajo, o por la falta de material, que también, sino por tener que tomar continuamente decisiones difíciles que tienen consecuencias sobre la vida de las personas. Esto les ha pasado siempre, pero ahora les pasa cada día varias veces.

Debe ser durísimo tener que decidir si sólo queda una plaza de UCI y tienes dos —o doce— enfermos esperando y te corresponde elegir quién entra y quién no. Es una práctica médica habitual priorizar los recursos escasos y procurar optimizar para que se beneficie quien tiene, de acuerdo con su historial médico, más posibilidades de sobrevivir. Como son decisiones difíciles, que a menudo se deben tomar en situaciones de vida o muerte, los mismos profesionales se han organizado y han establecido protocolos, para que cualquier médico se sienta apoyado desde el punto de vista ético y deontológico a la hora de tomar una decisión que siempre, siempre, siempre, tendrá como objetivo salvar una vida.

Mientras los sanitarios no dan abasto debiendo tomar continuamente decisiones difíciles para salvar el mayor número posible de vidas, periodistas infames los acusan de dejar morir a los abuelos

Ahora mismo sabemos que los hospitales no dan abasto, que las unidades de cuidados intensivos (UCI) están ocupadas, que faltan respiradores y que continúan llegando 2.000 enfermos cada día y que los médicos y el personal sanitario, no el Gobierno ni los políticos, no tienen más remedio, con dolor de su alma, que determinar las prioridades de cada momento y de cada enfermo. Y resulta que esta tarea tan heroica en momentos tan difíciles algunos periodistas la han explicado así: "Cataluña aconseja no ingresar pacientes con mal pronóstico " (El Mundo). "Cataluña aconseja no intubar a los mayores de 80 años" (Abc). "Cataluña avala limitar la ventilación mecánica a mayores de 80 años en las emergencias médicas" (El País). Más allá de la maliciosa sinécdoque catalanofóbica que ahora mismo, con la que está cayendo, es lo de menos, la intención no es —como pretende algún editorialista despistado— tener a los lectores bien informados, sino engañar a la gente, atemorizarla diciéndole que los médicos catalanes en vez de salvar vidas dejan que sus viejos se mueran. Son los mismos miserables que han publicado titulares del tipo "Cataluña ya registra más muertes diarias por coronavirus que Madrid" (El Confidencial). Esto no es una noticia. Aquí la rivalidad es absurda, pero la tentación de alimentar en este caso bajísimas pasiones ha sido irrefrenable. Sólo faltaba poner de subtítulo "¡Hurra!".

Demasiado a menudo en los últimos tiempos el periodismo se ha convertido en una categoría de la infamia, lo que me obliga a disculparme ante mis parientes avergonzado de pertenecer a un gremio que despilfarra la dignidad del oficio. T’hauria d’haver fet cas, pare.